domingo, 12 de septiembre de 2010

SED DE SANGRE


   El camino se desdibujaba bajo la sombra informe de los árboles, movidos por el viento gélido de la noche. El susurro de los mismos le sugería que volviese sobre sus pasos, que todavía estaba a tiempo de salvarse. Las hojas de colores ocres y marrones se elevaron en la senda, arrastradas por el aire o por la mano amenazante de algún espectro, palideciendo al encontrarse con la media esfera de la luna vigilante tras las nubes de tormenta.
   La figura se detuvo un instante, oteando la oscuridad o quizás escuchando el lenguaje de la negrura, el mensaje de aquel que le llamaba a adentrarse en ese lugar de muerte. Inspiró profundamente y notó como el vello de la nuca se le erizaba. Se ocultó más si cabe bajo la capucha oscura y volvió a emprender la marcha en aquel laberinto de tétrica naturaleza. Matojos que se elevaban impidiendo la visión, largas paredes de hiedra que se alzaban como muros infranqueables, árboles desnutridos que se erigían contra el cielo clamando clemencia, mostrando sus raquíticas ramas terminadas en abruptos muñones de madera podrida.
   El camino se perdía en una curva hacia la derecha. Los seres informes que moraban en la noche (que no eran más que los guardianes de aquel al que había venido a ver) dirigieron sus ávidas miradas hacia el humano que osaba adentrarse en aquel territorio.       El viento silbó enfurecido y trajo consigo olores de herrumbre y putrefacción. La figura se detuvo al llegar a un gran enrejado que se alzaba como pórtico del inexpugnable lugar. Se aferró a los fríos barrotes y observó el paisaje desolador. La maldad había sido inmisericorde. La tierra que tenía enfrente no era más que una enorme parcela baldía, desprovista de cualquier resquicio de vida. La muerte era la señal que alejaba a los curiosos que quisieran adentrarse en los territorios donde decían, vivía el ser sombrío.
   Saltó hacia atrás cuando el chirrido metálico reverberó en la noche, anunciando que su camino a la oscuridad quedaba libre, sentenciando así un pacto que no permitía volver. El silencio sepulcral se tornó inminente cuando cruzó el umbral que le conducía inevitablemente a la trampa mortal que los lugareños y sus leyendas habían distorsionado con el paso del tiempo. No sabía muy bien a que iba a enfrentarse, pero no tenía otro remedio que avanzar. El secreto que se ocultaba en el más recóndito lugar de su alma se había convertido en una carga imposible de soportar. Por ello y porque ya no albergaba más esperanza debía enfrentarse a la fuerza, ente o ser que esperase en aquel lúgubre camposanto. Fuera cual fuera.
   Se adentró lentamente en el lugar y enseguida percibió aquella presencia informe que se elevaba sobre las tumbas y árboles agonizantes que aún respiraban bajo su tenebroso aspecto. Sintió como la oscura garra acariciaba su mejilla y le susurraba palabras inteligibles que ella interpretaba como una bienvenida gélida e infernal. Lágrimas acudieron a su rostro como única respuesta. Acababa de firmar su sentencia de muerte, aunque sospechaba que esta sería el mejor de los pagos posibles a su deuda. Tenía la sensación de que el ser sombrío condenaba a castigos inimaginables tan sólo por osar adentrarse en sus dominios. Y si aceptaba lo que se le venía a ofrecer, el mejor precio a pagar sería sin duda la muerte, por muy dolorosa que pudiera llegar a ser. No tenía la menor duda de que así era.
   Y así cuando la misteriosa entidad oscura le rozó la mejilla, supo que había aceptado su proposición. Comprendió que ya no saldría con vida de aquel cementerio de almas y que la suya propia le pertenecería hasta el final de los tiempos.
   El viento volvió a silbar y salió de su ensimismamiento. Alzó la mirada y sus ojos brillaron bajo la capucha que ocultaba su rostro marcado por el tiempo. El verde flamante de sus pupilas había desaparecido y en su lugar un gris azulado se había apoderado de sus ojos. La vida iba abandonando su cuerpo, el juego había comenzado y el anfitrión había empezado a cobrarse lo pactado.
   A su mente volvieron retazos de aquel recuerdo: el día en que la oscuridad se le apareció para proponerle un trato. Ella, atormentada como estaba tras el asesinato de su madre y de su hermana, juró mientras contemplaba los cuerpos inertes de la única familia que le quedaba, encontrar a los causantes y hacerles pagar por sus actos.       Mientras el odio calentaba su sangre y envenenaba su corazón, juró ante el mundo y ante sí misma que acabaría con sus vidas lenta y dolorosamente mientras pedían una clemencia que jamás iba a llegar.
   Nunca cayó una lágrima, ni si quiera cuando Ann y Marthe sucumbieron a los gusanos de un cementerio olvidado, siglos atrás, donde nadie iba a recordarlas. Tan sólo dos rosas negras aparecían cada año frente a las imperturbables losas. En el pueblo decían que el espíritu de la otra hija de Marthe, a la que daban por muerta, regresaba cada aniversario para rememorar a las difuntas. No se equivocaban del todo pues Lana se había convertido en una sombra difusa en su persecución. El tiempo y la avidez de venganza se habían ocupado de ello.
   La noche en que todo sucedió, Lana llegó al rancho y observó al hombre cerniéndose sobre el cuerpo de su madre y su hermana. La sangre había teñido todo el lugar, transformándolo en un matadero. Ambos se miraron y contemplaron el odio mutuo.  Luego el asesino huyó mientras Lana era presa de la parálisis. Cuando pudo reaccionar, el caballo del monstruoso hombre se había perdido ya en el atardecer sangrante. Lana cayó de rodillas sobre los cuerpos sin vida y se hizo aquel juramento. Fue entonces cuando la oscuridad se le apareció encarnado en el rostro de aquel juguete.
   Al principio las luces titilaron en los candiles. Luego un rumor que procedía de los confines de la tierra empezó a escucharse por todas partes, como una bestia subterránea que despertaba tras milenios de hibernación. Una vibración creciente que se convirtió en terremoto comenzó a tirar las cosas de las estanterías y estrellar objetos de una pared a otra. Uno de los candiles se descolgó de la pared, cayendo al suelo y rompiéndose. Las llamas se extendieron, avivadas por una fuerza desconocida. Las lenguas de fuego recorrieron vertiginosamente el lugar y formaron un círculo alrededor de aquel payaso de plástico que emergía de una caja a través de un muelle. Un regalo de Marthe a su hija Ann. Las llamas se elevaron y entonces forjaron una estrella de cinco puntas, en medio de la cual se hallaba el bufón que se movía desde su muelle de un lado para otro. Los cascabeles de su gorro oscuro sonaron por encima del crepitar del incendio. Luego las llamas se extinguieron, dando paso a un humo blanquecino y un silencio sepulcral.
   Lana se quedo boquiabierta por lo que acababa de ocurrir. Se acercó al círculo, el cual reconoció como sígul de brujería y se sentó de rodillas frente al muñeco que se movía sin cesar. Durante unos segundos no sucedió nada. La barrera infranqueable de la calma se cernió sobre el lugar, sumiéndolo en un ambiente lúgubre y desolador. Luego el muñeco pareció cobrar vida. El plástico de la cara empezó a moverse, como si el fuego lo estuviese deshaciendo. Se removía, insinuando formas monstruosas, animales inmundos y criaturas espeluznantes. Luego se conformó como un rostro inquietante de sonrisa histriónica. Era un rostro humano.
   Y el demonio encarnado habló.
   Lana no podría olvidar aquella terrible voz. No podría deshacerse de sus siseos y herrumbroso tono capaz de estremecer a cualquiera. Mientras avanzaba entre mausoleos y tumbas, recordó aquella conversación donde ella misma le había llamado. Su deseo de venganza, su irrefrenable odio, puro e incólume había invocado a aquel ser que se alimentaba de almas. Movida por el deseo de dar muerte a los que le habían arrebatado la razón de vivir, accedió al trato que la criatura infernal le proponía.
   "Quinientos años de vida para saciar tu sed de sangre"
   El horripilante muñeco parlante le explicó que el hombre que había dado muerte a su familia sólo podía ser derrotado si le extraían el corazón del pecho, encerrado en un círculo mágico como el que había visto forjar a las llamas. Era un ser imperecedero e inmortal. Ella, condicionada por la naturaleza, no podría rivalizar nunca con ese ser dotado de poderes misteriosos. Lo que la demoníaca figura le proponía era tiempo.   Tiempo para hallar al asesino, encerrarle en una prisión mágica y arrancarle el corazón. Sólo así podría acabar con él.
   Lana, la chica frágil de diecisiete años que había sido hasta el momento, no lo dudó. Accedió a la postergación de su muerte y a la vida errante que sólo el odio y la venganza alimentarían hasta llevar acabo su propósito. "¿Y que recibía él a cambio?". "Nada", había sido la respuesta. Lana, joven e inocente en aquel momento, no puso objeción alguna, pero quinientos años son muchos para pensar y sabía que aquella criatura esperaría pacientemente y al final obtendría su propósito, fuera cual fuera.
   "El único inconveniente -había dicho ella- es que no se nada sobre brujería. ¿Cómo encerraré a ese hombre en un círculo en llamas?" El demonio no respondió y abandonó al títere de plástico tal y como había llegado. No tardaría mucho en saber como hacerlo, pues misteriosos libros de brujería y arte demoníaco aparecían frente a sus puertas en el lento devenir de las épocas.
   Y el tiempo concluía esa noche. Sin haber podido dar caza al asesino sobrenatural, acudió a la llamada de la criatura, para saldar la deuda. No era muy difícil deducir, que al no haber podido terminar con la vida de misterioso hombre, el demonio se llevaría la suya para compensar el sacrificio que de alguna manera él quería.
   Escuchó un susurro que se perdía en el viento y la incitaba a introducirse en aquel panal de losas y muertos. Las siluetas de los árboles formaban espectros sombríos, monstruos alados que quizás fuesen fruto de sus retorcidas pesadillas. Quizás reales espías de la oscuridad. El olor de la podredumbre de aquel camposanto maldito llegó hasta ella con efluvios que le provocaban arcadas. Aves negras de ojos impenetrables juzgaban sus lentos y furtivos movimientos a medida que se adentraba entre la maleza y los bosques de tinieblas. El siseo, como de una serpiente atravesó la espesura, amenazante. Los sibilantes jadeos del ser al que había venido a ver la indicó adentrarse entre un paso oculto que aparecía bordeando una pequeña colina. Pronto llegó a una explanada que quedaba detrás del cementerio, pero el ambiente sepulcral era más latente todavía.
   Entonces observó una silueta que se acercaba. Al principio pensó que era él, reencarnado en otro cuerpo, esta vez humano, pero pronto descubrió que se equivocaba. El odio ascendió por sus venas y explotó en un efluvio de emociones en su mente y viejo y cansado corazón. Era el asesino que durante quinientos años había estado persiguiendo. El tiempo también había hecho estragos en él. Su tez pálida hasta el extremo y mortecina, albergaban los secretos arcanos de algún conjuro, que como a ella la habían alejado de la muerte, arrastrándola a una vida de sufrimiento donde el desconsuelo y el odio eran los únicos compañeros que la acostaban por las noches y acallaban los monstruos que perturbaban sus sueños.
   Y allí, a escasos metros de ella, al fin encontraba la razón de su miserable existencia. El hombre que había terminado con la vida de su hermana y su madre. Ni si quiera sabía la razón. Ahora tampoco importaba. Sin embargo la duda la sobrecogió. En la noche en que todo terminaba, aparecía, después de buscarle durante cinco siglos ¿Por qué?
Salió de entre las sombras y se encaró al asesino. El hombre se dio la vuelta y la miró con un odio tan intenso como el de ella.
   -¡Al fin te encuentro! ¡Ha llegado la hora de abandonar tu vida inmortal!
   -Lo mismo digo -afirmó él-. Estoy condenado a esta vida interminable para darte muerte. Y este es el momento de terminar lo que empezó cinco siglos atrás.
   Lana se quedó absorta sin entender sus palabras. Él había sido quien había matado a su familia. Le había perseguido en el tiempo para saciar su sed de sangre. Y sin embargo él afirmaba que ella era la causa de su inmortalidad. Al igual que ella, el asesino quería matarla.
   Entonces como en la noche donde selló el pacto con aquel demonio adoptando la piel de un muñeco, apareció un círculo de fuego alrededor de ellos. Brotó desde el mismo infierno, encerrándolos en una trampa mortal. Luego la misma estrella de cinco puntas reapareció, conformando el sígul de brujería que sin duda acabaría con ambos.
   Se miraron a los ojos desprovistos de vida alguna, comprendiendo que el demonio les había engañado. Quinientos años de vida para cada uno para matarse el uno al otro. De pronto una ígnea figura brotó como una imagen espectral. La cara del payaso que le había hablado a Lana en tiempos inmemoriales y le había sugerido un pacto. El monstruoso ser encarnado en aquella máscara cómica rió y sus carcajadas retumbaron por todo el valle. La oscuridad se intensificó para loar la aparición del ser sombrío.
   -Al fin habéis venido, hijos míos. -anunció.- Sed bienvenidos.
   Lana y el hombre inmortal miraron al demonio que a su vez les miraba con avidez. Con su propia sed de sangre.
   -Veo la incomprensión en vuestros rostros. Os estaréis preguntando "por qué". Muy bien, os lo diré - y volvió a reír -. Dos almas y un mismo precio. Ahora es vuestro turno. Ya sabéis cual es el precio. Tú, Josael, acaba con ella y terminará tu tortura. Y tú, Lana, sacia tu sed de venganza por lo que le hizo a tu familia.
   Lana comprendió que aquel demonio había obligado a matar a aquel hombre para librarle del castigo de la inmortalidad. La misma que ella había obtenido para matarle a él. Y ahora el demonio les pedía lo acordado, arrancarse el corazón dentro de aquel círculo maldito. Ambos volvieron a mirarse, observando los retazos de la larga experiencia y el agotamiento del excesivo tiempo que habían obtenido. Ella ya no tenía fuerzas para continuar y en sus días finales descubría que el único asesino había sido aquel payaso parlante que le prestó ayuda para hacerse con su alma. Pensó en el hombre que tenía enfrente. Había sido víctima del mismo engaño sin saber que estaba castigado a vivir hasta que ella le diera muerte.
   El asesino de su familia endureció su mirada ida y exhausta y se tornó adusta e imperturbable. La misma mirada que observó en el rancho, postrado sobre su madre.  Sabían que había llegado su hora. Ambos sacaron sendas espadas, escondidas bajo sus túnicas. Los filos brillaron en la noche y como gemelos en perfecta simetría perforaron sus pechos sin vacilar. La muerte llegó a ellos mientras caían hacia atrás. Sus ancianos ojos pudieron observar sus sendos corazones aún latiendo en los filos de las espadas que se retiraban. El tiempo se detuvo en el último instante. Los corazones desaparecieron, pasando al nuevo dueño demoníaco que ansiaba sus almas. Los cuerpos se deshicieron en aquella oscuridad perpetua a la que se abandonaron para al fin descansar.


                                                                 12 - 09 - 10

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