domingo, 12 de septiembre de 2010

SED DE SANGRE


   El camino se desdibujaba bajo la sombra informe de los árboles, movidos por el viento gélido de la noche. El susurro de los mismos le sugería que volviese sobre sus pasos, que todavía estaba a tiempo de salvarse. Las hojas de colores ocres y marrones se elevaron en la senda, arrastradas por el aire o por la mano amenazante de algún espectro, palideciendo al encontrarse con la media esfera de la luna vigilante tras las nubes de tormenta.
   La figura se detuvo un instante, oteando la oscuridad o quizás escuchando el lenguaje de la negrura, el mensaje de aquel que le llamaba a adentrarse en ese lugar de muerte. Inspiró profundamente y notó como el vello de la nuca se le erizaba. Se ocultó más si cabe bajo la capucha oscura y volvió a emprender la marcha en aquel laberinto de tétrica naturaleza. Matojos que se elevaban impidiendo la visión, largas paredes de hiedra que se alzaban como muros infranqueables, árboles desnutridos que se erigían contra el cielo clamando clemencia, mostrando sus raquíticas ramas terminadas en abruptos muñones de madera podrida.
   El camino se perdía en una curva hacia la derecha. Los seres informes que moraban en la noche (que no eran más que los guardianes de aquel al que había venido a ver) dirigieron sus ávidas miradas hacia el humano que osaba adentrarse en aquel territorio.       El viento silbó enfurecido y trajo consigo olores de herrumbre y putrefacción. La figura se detuvo al llegar a un gran enrejado que se alzaba como pórtico del inexpugnable lugar. Se aferró a los fríos barrotes y observó el paisaje desolador. La maldad había sido inmisericorde. La tierra que tenía enfrente no era más que una enorme parcela baldía, desprovista de cualquier resquicio de vida. La muerte era la señal que alejaba a los curiosos que quisieran adentrarse en los territorios donde decían, vivía el ser sombrío.
   Saltó hacia atrás cuando el chirrido metálico reverberó en la noche, anunciando que su camino a la oscuridad quedaba libre, sentenciando así un pacto que no permitía volver. El silencio sepulcral se tornó inminente cuando cruzó el umbral que le conducía inevitablemente a la trampa mortal que los lugareños y sus leyendas habían distorsionado con el paso del tiempo. No sabía muy bien a que iba a enfrentarse, pero no tenía otro remedio que avanzar. El secreto que se ocultaba en el más recóndito lugar de su alma se había convertido en una carga imposible de soportar. Por ello y porque ya no albergaba más esperanza debía enfrentarse a la fuerza, ente o ser que esperase en aquel lúgubre camposanto. Fuera cual fuera.
   Se adentró lentamente en el lugar y enseguida percibió aquella presencia informe que se elevaba sobre las tumbas y árboles agonizantes que aún respiraban bajo su tenebroso aspecto. Sintió como la oscura garra acariciaba su mejilla y le susurraba palabras inteligibles que ella interpretaba como una bienvenida gélida e infernal. Lágrimas acudieron a su rostro como única respuesta. Acababa de firmar su sentencia de muerte, aunque sospechaba que esta sería el mejor de los pagos posibles a su deuda. Tenía la sensación de que el ser sombrío condenaba a castigos inimaginables tan sólo por osar adentrarse en sus dominios. Y si aceptaba lo que se le venía a ofrecer, el mejor precio a pagar sería sin duda la muerte, por muy dolorosa que pudiera llegar a ser. No tenía la menor duda de que así era.
   Y así cuando la misteriosa entidad oscura le rozó la mejilla, supo que había aceptado su proposición. Comprendió que ya no saldría con vida de aquel cementerio de almas y que la suya propia le pertenecería hasta el final de los tiempos.
   El viento volvió a silbar y salió de su ensimismamiento. Alzó la mirada y sus ojos brillaron bajo la capucha que ocultaba su rostro marcado por el tiempo. El verde flamante de sus pupilas había desaparecido y en su lugar un gris azulado se había apoderado de sus ojos. La vida iba abandonando su cuerpo, el juego había comenzado y el anfitrión había empezado a cobrarse lo pactado.
   A su mente volvieron retazos de aquel recuerdo: el día en que la oscuridad se le apareció para proponerle un trato. Ella, atormentada como estaba tras el asesinato de su madre y de su hermana, juró mientras contemplaba los cuerpos inertes de la única familia que le quedaba, encontrar a los causantes y hacerles pagar por sus actos.       Mientras el odio calentaba su sangre y envenenaba su corazón, juró ante el mundo y ante sí misma que acabaría con sus vidas lenta y dolorosamente mientras pedían una clemencia que jamás iba a llegar.
   Nunca cayó una lágrima, ni si quiera cuando Ann y Marthe sucumbieron a los gusanos de un cementerio olvidado, siglos atrás, donde nadie iba a recordarlas. Tan sólo dos rosas negras aparecían cada año frente a las imperturbables losas. En el pueblo decían que el espíritu de la otra hija de Marthe, a la que daban por muerta, regresaba cada aniversario para rememorar a las difuntas. No se equivocaban del todo pues Lana se había convertido en una sombra difusa en su persecución. El tiempo y la avidez de venganza se habían ocupado de ello.
   La noche en que todo sucedió, Lana llegó al rancho y observó al hombre cerniéndose sobre el cuerpo de su madre y su hermana. La sangre había teñido todo el lugar, transformándolo en un matadero. Ambos se miraron y contemplaron el odio mutuo.  Luego el asesino huyó mientras Lana era presa de la parálisis. Cuando pudo reaccionar, el caballo del monstruoso hombre se había perdido ya en el atardecer sangrante. Lana cayó de rodillas sobre los cuerpos sin vida y se hizo aquel juramento. Fue entonces cuando la oscuridad se le apareció encarnado en el rostro de aquel juguete.
   Al principio las luces titilaron en los candiles. Luego un rumor que procedía de los confines de la tierra empezó a escucharse por todas partes, como una bestia subterránea que despertaba tras milenios de hibernación. Una vibración creciente que se convirtió en terremoto comenzó a tirar las cosas de las estanterías y estrellar objetos de una pared a otra. Uno de los candiles se descolgó de la pared, cayendo al suelo y rompiéndose. Las llamas se extendieron, avivadas por una fuerza desconocida. Las lenguas de fuego recorrieron vertiginosamente el lugar y formaron un círculo alrededor de aquel payaso de plástico que emergía de una caja a través de un muelle. Un regalo de Marthe a su hija Ann. Las llamas se elevaron y entonces forjaron una estrella de cinco puntas, en medio de la cual se hallaba el bufón que se movía desde su muelle de un lado para otro. Los cascabeles de su gorro oscuro sonaron por encima del crepitar del incendio. Luego las llamas se extinguieron, dando paso a un humo blanquecino y un silencio sepulcral.
   Lana se quedo boquiabierta por lo que acababa de ocurrir. Se acercó al círculo, el cual reconoció como sígul de brujería y se sentó de rodillas frente al muñeco que se movía sin cesar. Durante unos segundos no sucedió nada. La barrera infranqueable de la calma se cernió sobre el lugar, sumiéndolo en un ambiente lúgubre y desolador. Luego el muñeco pareció cobrar vida. El plástico de la cara empezó a moverse, como si el fuego lo estuviese deshaciendo. Se removía, insinuando formas monstruosas, animales inmundos y criaturas espeluznantes. Luego se conformó como un rostro inquietante de sonrisa histriónica. Era un rostro humano.
   Y el demonio encarnado habló.
   Lana no podría olvidar aquella terrible voz. No podría deshacerse de sus siseos y herrumbroso tono capaz de estremecer a cualquiera. Mientras avanzaba entre mausoleos y tumbas, recordó aquella conversación donde ella misma le había llamado. Su deseo de venganza, su irrefrenable odio, puro e incólume había invocado a aquel ser que se alimentaba de almas. Movida por el deseo de dar muerte a los que le habían arrebatado la razón de vivir, accedió al trato que la criatura infernal le proponía.
   "Quinientos años de vida para saciar tu sed de sangre"
   El horripilante muñeco parlante le explicó que el hombre que había dado muerte a su familia sólo podía ser derrotado si le extraían el corazón del pecho, encerrado en un círculo mágico como el que había visto forjar a las llamas. Era un ser imperecedero e inmortal. Ella, condicionada por la naturaleza, no podría rivalizar nunca con ese ser dotado de poderes misteriosos. Lo que la demoníaca figura le proponía era tiempo.   Tiempo para hallar al asesino, encerrarle en una prisión mágica y arrancarle el corazón. Sólo así podría acabar con él.
   Lana, la chica frágil de diecisiete años que había sido hasta el momento, no lo dudó. Accedió a la postergación de su muerte y a la vida errante que sólo el odio y la venganza alimentarían hasta llevar acabo su propósito. "¿Y que recibía él a cambio?". "Nada", había sido la respuesta. Lana, joven e inocente en aquel momento, no puso objeción alguna, pero quinientos años son muchos para pensar y sabía que aquella criatura esperaría pacientemente y al final obtendría su propósito, fuera cual fuera.
   "El único inconveniente -había dicho ella- es que no se nada sobre brujería. ¿Cómo encerraré a ese hombre en un círculo en llamas?" El demonio no respondió y abandonó al títere de plástico tal y como había llegado. No tardaría mucho en saber como hacerlo, pues misteriosos libros de brujería y arte demoníaco aparecían frente a sus puertas en el lento devenir de las épocas.
   Y el tiempo concluía esa noche. Sin haber podido dar caza al asesino sobrenatural, acudió a la llamada de la criatura, para saldar la deuda. No era muy difícil deducir, que al no haber podido terminar con la vida de misterioso hombre, el demonio se llevaría la suya para compensar el sacrificio que de alguna manera él quería.
   Escuchó un susurro que se perdía en el viento y la incitaba a introducirse en aquel panal de losas y muertos. Las siluetas de los árboles formaban espectros sombríos, monstruos alados que quizás fuesen fruto de sus retorcidas pesadillas. Quizás reales espías de la oscuridad. El olor de la podredumbre de aquel camposanto maldito llegó hasta ella con efluvios que le provocaban arcadas. Aves negras de ojos impenetrables juzgaban sus lentos y furtivos movimientos a medida que se adentraba entre la maleza y los bosques de tinieblas. El siseo, como de una serpiente atravesó la espesura, amenazante. Los sibilantes jadeos del ser al que había venido a ver la indicó adentrarse entre un paso oculto que aparecía bordeando una pequeña colina. Pronto llegó a una explanada que quedaba detrás del cementerio, pero el ambiente sepulcral era más latente todavía.
   Entonces observó una silueta que se acercaba. Al principio pensó que era él, reencarnado en otro cuerpo, esta vez humano, pero pronto descubrió que se equivocaba. El odio ascendió por sus venas y explotó en un efluvio de emociones en su mente y viejo y cansado corazón. Era el asesino que durante quinientos años había estado persiguiendo. El tiempo también había hecho estragos en él. Su tez pálida hasta el extremo y mortecina, albergaban los secretos arcanos de algún conjuro, que como a ella la habían alejado de la muerte, arrastrándola a una vida de sufrimiento donde el desconsuelo y el odio eran los únicos compañeros que la acostaban por las noches y acallaban los monstruos que perturbaban sus sueños.
   Y allí, a escasos metros de ella, al fin encontraba la razón de su miserable existencia. El hombre que había terminado con la vida de su hermana y su madre. Ni si quiera sabía la razón. Ahora tampoco importaba. Sin embargo la duda la sobrecogió. En la noche en que todo terminaba, aparecía, después de buscarle durante cinco siglos ¿Por qué?
Salió de entre las sombras y se encaró al asesino. El hombre se dio la vuelta y la miró con un odio tan intenso como el de ella.
   -¡Al fin te encuentro! ¡Ha llegado la hora de abandonar tu vida inmortal!
   -Lo mismo digo -afirmó él-. Estoy condenado a esta vida interminable para darte muerte. Y este es el momento de terminar lo que empezó cinco siglos atrás.
   Lana se quedó absorta sin entender sus palabras. Él había sido quien había matado a su familia. Le había perseguido en el tiempo para saciar su sed de sangre. Y sin embargo él afirmaba que ella era la causa de su inmortalidad. Al igual que ella, el asesino quería matarla.
   Entonces como en la noche donde selló el pacto con aquel demonio adoptando la piel de un muñeco, apareció un círculo de fuego alrededor de ellos. Brotó desde el mismo infierno, encerrándolos en una trampa mortal. Luego la misma estrella de cinco puntas reapareció, conformando el sígul de brujería que sin duda acabaría con ambos.
   Se miraron a los ojos desprovistos de vida alguna, comprendiendo que el demonio les había engañado. Quinientos años de vida para cada uno para matarse el uno al otro. De pronto una ígnea figura brotó como una imagen espectral. La cara del payaso que le había hablado a Lana en tiempos inmemoriales y le había sugerido un pacto. El monstruoso ser encarnado en aquella máscara cómica rió y sus carcajadas retumbaron por todo el valle. La oscuridad se intensificó para loar la aparición del ser sombrío.
   -Al fin habéis venido, hijos míos. -anunció.- Sed bienvenidos.
   Lana y el hombre inmortal miraron al demonio que a su vez les miraba con avidez. Con su propia sed de sangre.
   -Veo la incomprensión en vuestros rostros. Os estaréis preguntando "por qué". Muy bien, os lo diré - y volvió a reír -. Dos almas y un mismo precio. Ahora es vuestro turno. Ya sabéis cual es el precio. Tú, Josael, acaba con ella y terminará tu tortura. Y tú, Lana, sacia tu sed de venganza por lo que le hizo a tu familia.
   Lana comprendió que aquel demonio había obligado a matar a aquel hombre para librarle del castigo de la inmortalidad. La misma que ella había obtenido para matarle a él. Y ahora el demonio les pedía lo acordado, arrancarse el corazón dentro de aquel círculo maldito. Ambos volvieron a mirarse, observando los retazos de la larga experiencia y el agotamiento del excesivo tiempo que habían obtenido. Ella ya no tenía fuerzas para continuar y en sus días finales descubría que el único asesino había sido aquel payaso parlante que le prestó ayuda para hacerse con su alma. Pensó en el hombre que tenía enfrente. Había sido víctima del mismo engaño sin saber que estaba castigado a vivir hasta que ella le diera muerte.
   El asesino de su familia endureció su mirada ida y exhausta y se tornó adusta e imperturbable. La misma mirada que observó en el rancho, postrado sobre su madre.  Sabían que había llegado su hora. Ambos sacaron sendas espadas, escondidas bajo sus túnicas. Los filos brillaron en la noche y como gemelos en perfecta simetría perforaron sus pechos sin vacilar. La muerte llegó a ellos mientras caían hacia atrás. Sus ancianos ojos pudieron observar sus sendos corazones aún latiendo en los filos de las espadas que se retiraban. El tiempo se detuvo en el último instante. Los corazones desaparecieron, pasando al nuevo dueño demoníaco que ansiaba sus almas. Los cuerpos se deshicieron en aquella oscuridad perpetua a la que se abandonaron para al fin descansar.


                                                                 12 - 09 - 10

viernes, 27 de agosto de 2010

RAÚL Y JUÁN

     Alguien dijo una vez que las historias tienen vida propia y existen por sí mismas. Viven entre nosotros y dotan de sentido cada una de nuestras experiencias. Se encuentran en cada calle, en cada fachada, en cada café, en el humo de un cigarrillo. Viven en las miradas tristes, y en las alegres. Navegan en  lágrimas tal y como pueden hacerlo en el mar. Incluso habitan el silencio y lo que este susurra. Las historias pueden narrar hechos reales y ficticios. Pero incluso en aquellos que son fantásticos, la realidad persiste por sí sola, porque los sueños forman parte de la vida tal y como lo hacen las historias. Esperan a que alguien las recoja y las redacte. Aguardan a que alguien se detenga a pensar para que fluya a través de sus pensamientos y acabe transcribiéndola en el lenguaje del papel. Los escritores son tan sólo el canal que las conduce al mundo de los vivos.
         Las historias son como el viento que silba en las montañas y porta noticias de otros lugares. Son como el sonido de las olas al morir en la playa, explicándonos qué hay o quien está al otro lado. Son las sombras del atardecer y el reflejo en el horizonte. Son el brillo de la esperanza, porque las palabras quedan para siempre en aquellos que son capaces de escucharlas.
         Las personas viven sin pensar en todas las historias que se entrecruzan en su camino. Viven sin mirar más allá de lo que sus ojos perciben. No saben que allí donde van, surge un nuevo argumento que puede, o no, llegar a cobrar forma, pero quedará latente hasta que alguien lo recoja.
         Buscamos respuestas a preguntas que a veces ya han sido respondidas, pero no queremos aceptarlas. A veces necesitamos huir del mundo para encontrarnos a nosotros mismos, sin saber que no hay lugar que valga. Podemos cambiar de escenario, de hábitos e incluso hasta de nombre. Pero no podemos cambiar quienes somos. Vayamos donde vayamos, la única salida, la única respuesta reside en uno mismo. Y eso nada puede cambiarlo.
         Sin embargo, todos esos lugares que vemos, la gente que conocemos la personalidad que forjamos en base a lo aprendido, el tiempo utilizado, las palabras que decimos, las sonrisas que mostramos, las lágrimas que derramamos y las personas a las que amamos, forman un vínculo con nosotros, y una nueva historia surge. Y las historias residen allí donde fuimos, allí donde conocimos, Allí donde vivimos.
         Esta historia es una de tantas que pueden surgir a la sombra del mundo, de la que nadie es testigo, pero deja huella en los corazones de los implicados. Los personajes son ficticios, pero ¿qué puede importar eso, cuando las emociones son tan reales como las que tú o yo podemos llegar a sentir? Es posible incluso, que los protagonistas sean más reales que algunos de carne y hueso.

Se quedó en silencio, pálido como el hielo y el rostro en la más absoluta inexpresión. La oscuridad abnegó su alma cuando el coche atravesó la calzada sin mirar tan siquiera quién podía estar cruzando en el paso. La velocidad del conductor era tal que nada ni nadie podría haber resistido el impacto.
         Se levantó lentamente de la silla metálica del café que hacía esquina con la avenida principal, frente  a la catedral. El tiempo se detuvo en aquel instante donde supo lo que iba a suceder y la desgarradora impotencia daría paso a la inconmensurable tristeza que sobrevendría una y otra vez en el transcurso del tiempo. Pero en ese preciso momento la línea de dos destinos se distorsionaba, amenazando con utilizar un as bajo la manga. Con una pregunta tan escalofriante como perturbadora. “¿Vivirá?”.
         Sus miradas se cruzaron en el segundo previo al accidente. Los ojos de uno brillaban por la excitación del reencuentro. Los de otro por el inminente peligro que estaba sufriendo. Luego el tiempo volvió a disolverse con su transcurso inmortal.
         Los faros le alumbraron. Conductor y víctima se miraron en el último instante, pero el primero, bajo los efectos del alcohol no pudo maniobrar para evitarle. El cuerpo se alzó en el aire dando dos tumbos en el capot y la luna delantera. Luego se arrastró por el techo y aterrizó al otro lado del coche, doblado como un muñeco de trapo, y escupiendo fluidos orgánicos. La sangre tiñó el lugar con su tono carmesí. El sonido del cláxon fue lo único que perturbó el silencio tras los chirridos de las ruedas en un intento desesperado por detener el vehículo.
         Corrió hacia el lugar, en la más completa desesperación, intentando despertar de un sueño que nunca iba a llegar. La realidad era tan clara como la sangrienta escena que se estaba viendo obligado a presenciar.
         Llegó hasta el cuerpo en el mismo instante en que la puerta del vehículo asesino se abría. Los efluvios de la gasolina y el vapor caliente ensombrecieron un instante al agresor, que intentó acercarse, obnubilado y desubicado. Sin embargo trastabilló y cayó al suelo entre sollozos, en el patético intento del perdón que quería recibir por el acto consciente que había cometido. Y al margen de la historia que da comienzo ahora, el asesino vivió impune, por la ley que no es justicia y las normas de una sociedad tan corrupta como lo es el alma humana.
         La oscuridad roja de la muerte en su forma líquida cubrió el mundo del chico de la cafetería que esperó la llegada de otro que nunca recibió. Y mientras intentaba hablarle, gritando a la gente que llamara a una ambulancia, los recuerdos volvían como el torbellino que se revela por la mente del que va a morir, en una secuencia veloz que anuncia el fin.


         La noche en la ciudad quedaba relegada a míseros espacios entre las calles alumbradas. La marabunta humana deambulaba a raudales sin reparar en lo que tenía alrededor. La medianoche había hecho acto de presencia y los jóvenes, se embarcaban en la cruzada del fin de semana. Unos montados a lomos del alcohol, de las drogas, de la música, del sexo, o del baile. Otro también de la amistad.
         Y los dos amigos caminaban a paso ligero. El frío se les pegaba como una segunda piel y se calaba en sus huesos. Raúl se dejaba llevar por Hugo, puesto que no conocía la ciudad. Incluso en el transcurso de los seis meses que ahora concluían y que había vivido en la ciudad, no acababa de ubicarse entre tanto entresijo de calles. Quizás porque venía de una ciudad más pequeña y porque la rutina marca la existencia y predeterminación del sentido humano acomodado.
         Callejearon a corriente y contracorriente de la gente que entraba y salía de los bares. Raúl no estaba muy predispuesto a esa noche de fiesta, anclado en el pensamiento del irremediable retorno a su ciudad, no era capaz de disfrutar del momento presente, como jamás había conseguido. Seguía anclado en sus viejos y conocidos enemigos que le retenían con fuertes e irrompibles cadenas: el Tiempo, la Lejanía y la Soledad. Y frente a ellos siempre se había mostrado duro, incorruptible. Insensible a la humanidad y al reflejo de la tristeza que sólo se traslucía en retazos de su mirada. Nunca había esperado nada más del sentimiento humano. Quizás no esperaba sorpresas o ilusiones, pues carecía de ellas y del sentimiento que provocan. Todo debido a las huellas del pasado, tan profundas, que permanecerían imborrables hasta el final. O eso creía.
         La noche transcurría con normalidad. Cedió al placentero efecto del alcohol y a la desinhibición que provocaba. La tristeza de su mirada, la añoranza a una ciudad que todavía no había dejado se disfrazaron bajo el vodka, las risas y la música. Hugo conocía a mucha gente y Raúl no era capaz de acordarse ni de dos nombres bajo el estado de embriaguez que acabó consiguiendo. Había cruzado la línea de la lóbrega realidad a la que se enfrentaba cada día. Y aquella noche no quería tener que pensar en ella.
         Sin embargo y quizás porqué había dejado momentáneamente a sus fantasmas anclados en el baúl de la memoria, se acordó de un nombre.
Juan era un buen amigo de Hugo. Al final se formó un grupo bastante grande y se encaminaron a una enorme discoteca donde Raúl ya había estado varias veces. A pesar de ello, aquella noche era distinta. Quizás el alcohol, quizás la morriña, quizás el sentimiento latente de soledad y el de atracción irrevocable por aquel chico delgado del que tan sólo sabía su nombre.
         Cuando ambos fueron conscientes de la mutua atracción, Raúl tuvo un momento de lucidez. El momento exacto para ponerse la careta de piedra y enmascarar  la debilidad, la conciencia, la humanidad. No quería el remordimiento del sentimiento. No podía olvidar, aunque si olvidarse a sí mismo.
         Y el camino de la seducción les llevó a reunirse inesperadamente en un cuarto de baño del local. Embadurnados de la emoción y la excitación recorrían sus cuerpos sin pensarlo, sustraída la esencia de las formas y el sentido común. Dejarse llevar era la mejor manera de olvidarse de uno mismo. Pero cuán equivocado estaba Raúl.
         La noche concluyó entre despedidas escuetas y hechos encubiertos. La mañana amenazaba con despuntar y al cansancio no sería capaz de sumarle el retorno a la realidad.
         Los días transcurrieron con normalidad en la rutina de Raúl. Ajeno a todo y a todos, sus prácticas ocupaban su tiempo y del poco que disponía era para contar las horas que quedaban para marcharse y dejar una vida nueva que no había sido capaz de experimentar y vivir. Ahora sabía a ciencia cierta que el haber huido de su pasado no le iba a librar de él. Se había marchado a otra ciudad donde nadie le conocía, donde sus propios fantasmas acabarían distorsionándose hasta desaparecer, desvinculado ya de un tiempo que creyó muerto. A menudo somos nuestro peor enemigo y el miedo es el más letal de los venenos. Pero en todo universo, sea del tamaño que sea y comprenda las situaciones que comprenda, existe una balanza, capaz de equilibrar cualquier hecho, fuerza o pensamiento.
         Juan iba a ser un fantasma difuso en el recuerdo de Raúl. Al menos ese era su propósito. Quedarse con las ganas de saber quién y cómo era. Lamentarse de sí podrían haberse gustado, conocido. Estos eran los pensamientos que se albergaban tras la careta de su vida. De su corazón, tan humano como el de cualquiera. A veces, incluso más de lo que era capaz de aceptar. Por eso se encerraba, más si cabe, en sí mismo y en el silencio perturbador que produce el vacío.
         Juan llamó a la puerta de Raúl a través de Hugo. Internet y su mundo ficticio eran la salida de escape de muchos. No la de Raúl, pero eso no le impedía sumergirse y evadirse de su propia existencia. Juan resultó ser un tipo agradable con él que se podía conversar. Hablaron sin tapujos de que no esperaban que el otro se acordara de haberse conocido o del episodio sexual de la discoteca. Raúl se encontraba relajado frente al teclado y sospechaba que aún con toda la tranquilidad con la que podía hablar con Juan, este llevaba toda una vida en esa gran ciudad donde nadie es nadie y todos somos sombras que se cruzan en tu vida. Juicios de valor para el que se resigna a creer que puede haber gente buena. Frutos de una experiencia fortuitamente desgraciada y desoladora.
         El azar, la gran rueda del destino o el encuentro casual en una calle, les condujo el fin de semana siguiente a la misma discoteca. La situación fue un tanto distinta. Hugo se había marchado a otro antro, dispuesto a no desperdiciar la carnaza que se exhibía. Raúl se quedó en compañía de Juan y sus amigos. Nervioso de sí mismo y de causar buena impresión, habló con una amiga suya y se integró con facilidad. Hasta que el tiempo y la situación se encargaron de sentarles en el mismo sofá y de obligarles a hablar.
         Fue un extraño momento para Raúl. Juan era de lo más interesante. Un artista en sus comienzos que había hecho sus pinitos en el cine y sobretodo un excepcional cantante que el mundo aún no había descubierto. Las sensaciones que envolvían a Raúl eran las mismas de siempre, pero los matices son más importantes de lo que a veces estamos dispuestos a aceptar. Y la verdad era que se sentía muy a gusto con él.
         El capítulo del cuarto de baño del local se repitió. Esta vez sin el influjo del alcohol, conscientes de las sensaciones, de las palabras y los hechos. Expuestos a sí mismos y en la excitación creciente y envolvente de la juventud de la que gozaban.
         ¿Qué iba a suceder a partir de entonces? ¿Se volverían a ver? ¿Qué podría despertar en el corazón de alguno? Raúl sabía que nada. Este le había hecho conocedor de su marcha y apostaba que no volvería a quedar con él, sabedor de esta información.
         La semana posterior el mundo explotó sobre Raúl. Demonios de su pasado volvían para recordarle sentimientos olvidados de gente muerta en su alma, fantasmas imperecederos del tiempo y la distancia. Los espectros inmortales que irrumpen en la esencia de lo humano y son irrefrenables. La tristeza embriagó su mente y su cuerpo.
         Infravalorado en todo su esplendor, entre sollozos, disgustado consigo mismo, con su cuerpo y con su debilidad, se fustigaba por otro traspié. Haberse dejado llevar por los impulsos a los que un día renunció. No hablaba de amor, ni si quiera de enamoramiento, pero sí de encontrar a buenas personas, de esas que creyó ya sólo existían en los cuentos de hadas y faunos. La vida le había enseñado. Y la experiencia era la lamentable muestra de la madurez y la soledad. Se había resignado a vivir una vida al lado de alguien, o disfrutando de la compañía de alguien. No creía en honestidad ni en la reciprocidad. No creía en la humanidad. Una paradójica reflexión, ya que se detestaba a sí mismo por sentirse tan mortal.
         Durante tres días completos sus ojos se enturbiaron por las lágrimas. Él sabía que debía marcharse, volver a una ciudad que años atrás fue su esperanza para sobrevivir, para cambiar. Ahora era un conjunto de rascacielos grises que su sonrisa (como una vez alguien le dijo) debía iluminar. No se sentía capaz de ello. De regresar a las mismas caras, a los mismos lugares y a los mismos momentos de desesperación que le habían llevado a su vez, a tomar la decisión de embarcarse hacia la capital del país y reencontrarse a sí mismo. La desilusión de un ser inconformista que no había hallado las respuestas que ansiaba, hizo de embudo durante demasiado tiempo. Y en aquellos días las tuberías que habían tragado toda la represión vomitaron la soledad, la tristeza y el dolor acallado. No era Juan el responsable de la manifestación de su patética situación de autocompasión, pero sí era una gota más, que ayudaba a desbordar el vaso.
         Su vida, privada de una infancia feliz, la sentía interrumpida. Identificado una y otra vez con una película, se decidió al fin a comprarla y a rememorar una parte de su vida que siempre fue mejor. Se identificaba una y otra vez con el papel  de una psicótica que vivía sin temor a que nadie se enfrentara a ella. Pero la realidad era que no se identificaba con ella, pero habría querido identificarse. Ser la locura, el imprevisible, el inconformista, el que no mira atrás. Ansiaba ser así. Ansiaba seguir negándose a sí mismo.
         Aquella noche vio la película y lloró, a espaldas de  sus compañeros de piso, como nunca lo había hecho.


            La ambulancia cerró sus puertas y se lo llevó, cubierto con sábanas blancas que fueron tiñéndose del color de la muerte. Se lo llevaron entre los susurros y las miradas de la gente. Se lo llevaron entre sus propias lágrimas y los faros y sirenas. El vehículo desapareció en la oscuridad, en las calles solitarias de la ciudad. El mundo adquirió un matiz mortecino, absorbido a través de una lámina de cristal. Todo parecía ocurrir a un ritmo extremadamente lento y sentía en su piel el agónico susurrar del viento que traía consigo un olor extraño a flores muertas.
 Se quedó mirando la gran mancha de sangre. Un lúgubre abismo parecía hallarse en el centro de la misma. Creía que si se acercaba mucho, acabaría cayendo en él. Los cristales rotos asemejaban espejos que amplificaban la escena. Las imágenes del accidente que se resistían a dejar el lugar para perpetuar su angustia. La cinta policial, las declaraciones de los testigos. Todo parecía albergar un mensaje intrínseco de tétrico significado.
 Recordaba como si lo estuviera viendo de nuevo, como había escupido sangre por la boca y le habían introducido allí mismo aquel tubo. Su cuerpo quedaba conectado a una máquina, en manos de la cual recaía el peso de su vida. Cables interminables le conectaron a un sistema de monitorización de constantes. Observó en la pantalla el débil latido de su corazón. Unas ondas electromagnéticas que indicaban, seguía vivo y alimentaban lo único que le quedaba. La esperanza.
 Sus ojos se abrían y cerraban por los estímulos y convulsiones. En un determinado momento, sus párpados se abrieron y sus miradas volvieron a encontrarse. Él, rozando la muerte, le reconoció. Su expresión se relajó y su boca se abrió intentando hablar pero el tubo endotraqueal se lo impedía. Las lágrimas rebasaban las órbitas de sus ojos amoratados, con restos de cristales adentrados en la carne. Le subieron a una camilla y los enfermeros le cogieron vías e infundieron sueros. Sus manos se rozaron en el último instante para luego ser introducido en la UVI móvil.
         Luego quedó de nuevo la soledad, la lejanía y el silencio.


         Pero de nuevo el influjo del equilibrio universal volvía. El tren de la vida que se escapaba, enlenteció su marcha para darle la oportunidad de subirse al vagón de la esperanza. La oportunidad de dejarse llevar, de vivir al margen de la reflexión que había convertido su vida en un baile de sombras grises y negras. Los recuerdos de un tiempo lejano marcaron su existencia, midiendo cada palabra, cada hecho, cada sensación. Inherente a todo, ajeno a la emoción, enfriado por el raciocinio y la cordura. Y a la vez, fustigado por verse como un anciano moribundo, exento de ilusión, atrapado en el cuerpo de un joven.
 Quizás todo eso podía cambiar. Quizás el destino tenía reservado algo para él. O quizás fuera como despertar de una pesadilla que se repite cada noche, hasta que un día desaparece.
         Una noche próxima al adiós, Juan y Raúl decidieron verse fuera del tumulto nocturno. Ajenos a la promiscuidad de la noche en todos sus aspectos, decidieron ir a ver una película que a Juan le encantaba y que a Raúl no le desagradaba. Lo pasaron muy bien, disfrutaron de las canciones, de las letras, de las escenas y de las actrices, pero también de las caricias y de los besos. Raúl agradeció a la actriz después, en sus pensamientos, haber realizado aquella película, porque hacía mucho que no disfrutaba tanto en el cine. Siguió engañándose, no era la película, si no con quien iba.
         Al día siguiente Juan actuaba en un pueblo lejano a la ciudad. A Raúl le apetecía verle y por mucho que Juan le insistió en que no fuera, en que estaba muy lejos, no se arredró. Por algún motivo desconocido (negarse a sí mismo que aquel chico le gustaba), fue. Y mientras esperaba la llegada del tren, recibió la llamada de una amiga con la que por primera vez habló de sí mismo y de la tristeza del pasado, de los lamentos que atormentaban su alma acomodada a la resignación. Cuando su amiga colgó el teléfono comprendió que a partir de aquel momento, empezaría realmente a conocer a su amigo, que hasta ahora había sido tan impenetrable y frío como el hielo.
         Pero toda tristeza terminó cuando Juan y Raúl se vieron, para sorpresa de Juan. Raúl recordaría su mirada, tan expresiva y llena de emociones contenidas. Recordaría que él había activado ese influjo de sensaciones. Recordaría perderse en la diversión del espectáculo y olvidarse del último tren de regreso. Recordaría sobretodo sus canciones, tan vívidas, tan melódicas y cargadas de fuerza. Y recordaría siempre las palabras de Juan, cuando le dedicó aquella canción. La tristeza de horas antes, lágrimas de soledad, se convirtieron en lágrimas de emoción. Por una vez, reconoció en público que sabía llorar.
         Aquella noche acabaron en la cama  y a pesar del sexo en su forma posible, las palabras eran el mayor de los regalos que ambos recibieron. Raúl descubrió que Juan era mejor de lo que había esperado y descubrió que había sido víctima de un pasado incluso más duro que el suyo. No tenía derecho a sentirse tan egoísta. Su conversación fue fluida, sin tapujos, sin engaños. Sinceridad en la oscuridad de la noche, en la desnudez de sus cuerpos, en las caricias de su piel y el tacto de sus manos.
         ¿Y para qué había servido toda aquella sinceridad? Decirse que no estaban enamorados, pero que se gustaban. Que el recuerdo no moriría en la distancia. Que el reencuentro era posible y que el pasado oscuro, prescindible. ¿De qué servía cuando nada había después?
         La noche siguiente, se encontraron de nuevo por la red. Raúl abatido de nuevo por su marcha, incapaz de desprenderse de sus malesr. La prueba estaba en la vulnerabilidad  y emoción cuando se encontraba con Juan.
         Pero aquella noche, todo cambió. La palabra es el mayor de los dones que posee el hombre. No sabría muy bien cómo definir una conversación que emanaba fuerza por sí misma. Una conversación que tocó todos los puntos débiles de Raúl y los atenuó con soluciones, con salidas, con expectativas y sonrisas. La inyección de moral que necesitaba para irse diciendo que volvería. Aceptó al fin que quería a aquel chico, pero que no podía hacer nada frente a las circunstancias. No albergaba el deseo de segundas partes posible, no esperaba reencuentros y sueños inalcanzables. No esperaba la utopía por definición. Pero su vida había tomado otro cariz.
         Esperanza.
         Sé de buena tinta, que aquella conversación sería guardada en un archivo y leída tantas y tantas veces para recordarse que había un mañana. Que la vida tenía sentido y que el valor para enfrentarse a sí mismo está en el interior de cada uno. Tan sólo había que hallar la forma de hacerse con él. Las palabras de aquella noche serían la llave.
         En la última semana que permaneció en la gran urbe, Raúl sabía que vería a Juan. De algún modo u otro sucedería. El fin de semana previo a su marcha se encontraron y Raúl estuvo reticente. No quería incrementar ese deseo de estar con él y acabó por mostrarse incluso arisco. Juan que era un gran observador le dejó entrever que sabía por qué estaba así, que podía contar con él para lo que quisiera.
La verdad era que los fantasmas volvían una vez más, pero de una forma más difusa, más distorsionada y débil. Aquella noche, tras irse de la discoteca y disculparse con Juan tras mensajes que poco iban a cambiar la percepción de ambos, Raúl volvió a leer la conversación que tuvieron ahora hace ya mucho tiempo.
         Pero Raúl sabía que en la distancia o en la proximidad que aún podían compartir, quedaban todavía muchas palabras que decir y decirse a sí mismo. Explicarse que la vida era algo más que sentirse sólo. Que era algo más que dejar de sentirse sólo. Juan contribuyó en cambiar aquella percepción y por ello siempre le estaría agradecido.
         Pero muchos desearíamos que las historias nunca dejaran de escribirse, que el argumento o la trama se volvieran inmortales, repitiendo los momentos cruciales y saboreando las experiencias una y otra vez. Anclarse en el pasado y evitar desprenderse de aquello que se alojará por siempre en el recuerdo es tan duro como el significado del propio fin. Pero la vida es un río que a veces lleva un gran caudal y otras es tan sólo un hilillo. Podemos detenernos en una roca por un momento o nadar a contracorriente unos segundos, pero las aguas acabarán llevándonos donde quieran, porque esa fuerza es el espíritu y no podemos regresar. Sin embargo, a veces, las historias, las pequeñas historias, son las que hacen que esa agua vital se detenga en un meandro, encontrando la esencia de aquello que buscamos momentáneamente. Uno de esos remansos puede contar este pequeño relato que no es más que un alto en el largo camino.
         La historia entre aquellas dos personas siguió escribiéndose con el paso del tiempo. Ellos son los únicos que albergan los secretos del después, de las experiencias que compartirían en el estrecho tiempo que les restaba para conocerse e incrementar ese almacén mental que guarda lo más preciado de la experiencia humana: El Recuerdo.
         Raúl dejaría aquella ciudad, triste y desconsolado, pero con una visión distinta. El matiz de la soledad había sido transformado. Su crueldad irremisible había sido substituida por la melancolía. El desasosiego acallado, la sonrisa en los labios y los ojos enturbiados por lágrimas amargas, pero también dulces.
         El tiempo pasó y aunque cada uno hizo su vida, Raúl revivió infinidad de veces su experiencia en aquella gran ciudad. En el silencio de su cuarto o en la penumbra de un parque, retomó una y otra vez el recuerdo de todo lo que le aportó su breve pero intensa estancia en aquella ciudad. Comprendió que no habría ciudades suficientes para huir de sí mismo. Las respuestas se hallaban en él. Revivió sus momentos con Juan y los saboreó al máximo. Añoraría su cuerpo, pero sobretodo sus palabras. Sabía que en el fondo las palabras eran lo más importante que podían entregarse. Grandes e inolvidables palabras que echaría de menos.
         Por eso quizás esta historia se escribe para que en algún lugar del tiempo que transcurre hacia nuestro inescrutable final, las huellas de nuestras propias historias queden fijadas en el telón invisible del alma. Que nuestras risas se escuchen en los teatros más grandes y el viento que azota el mundo sea el bramido de nuestras emociones. Perpetuar nuestra existencia en los corazones de los otros es al final de nuestro camino, la meta anhelada.
         Y el final siempre llega, porque nada dura eternamente y estamos condenados a resignarnos frente al tiempo.
         A día de hoy no sabría que deciros sobre aquellas dos personas que se encontraron por casualidad y compartieron unos momentos que les pertenecieron sólo a ellos. Llega un momento que las historias toman sus propias riendas y se escriben a sí mismas, por que los protagonistas pueden llegar a ser tan reales como estas palabras y puede que algún día lleguen a encontrarse.
         Todo lo que puedo deciros es que un día el teléfono sonó y quedaron para encontrarse en un café, bajo la sombra de una catedral. El final puede o no ser de vuestro agrado, puede que fuese mejor que no leyerais estas últimas palabras del relato, porque nunca puede llover a gusto de todos y porque renunciar a lo que queremos, sería atentar contra uno mismo. La muerte se encuentra al final de cada senda y en mis historias siempre existe ese componente. Ahora lector y amigo, mira si quieres a través de la última cerradura. En mis manos ya no está más que la llave de las palabras y es la que puedo otorgarte. En ti reside el poder de cambiar tu destino y de escribir tu propia historia para que nadie pueda arrebatártela y dejé huella en ese telón desapercibido entre los muros del teatro de la vida.

            Cruzó las puertas de la sala a todo correr y encontró el quirófano. Dentro varios hombres y mujeres enfundados en batas verdes luchaban por salvarle la vida a aquel joven al que nunca pudo olvidar. Sin tan si quiera darse cuenta, traspasó las puertas de vaivén. El olor a sangre y antiséptico penetró en sus fosas nasales haciéndole más consciente de lo que se avecinaba. Aspiró el olor de la muerte.
         El tiempo volvió a detenerse, como en el instante previo al accidente. Veía a través de la lámina de cristal como un médico untaba las dos palas con gel y las descargaba sobre el cuerpo en la mesa de operaciones. El latido del corazón que luchaba por sobrevivir, era como un gran Gong en los oídos del chico que observaba y que rezaba por no dejar de escuchar. 
         Observó su torso al descubierto y una maraña de cables. El cuerpo se arqueó al recibir la descarga para reavivar al corazón que se apagaba. El monitor que pitaba descontroladamente al final se convirtió en una línea infinita cruzando la pantalla. El ajetreo de los allí presentes se detuvo al instante y el chico observó como la vida de aquel al que un día pudo haber amado, se desvanecía entre susurros que llegaron a sus oídos. Quizás tan sólo pudo oírlos él, quizás tan sólo fue producto de su imaginación. El intento desesperado de retener aquello que más querernos y afianzarlo a nuestra propia percepción. Palabras que hablaban de vida y muerte, de sentimientos y momentos. Palabras silenciosas que volvieron tras los años de ausencia y que terminaban con un final abrupto. Pero en aquella última mirada, antes de que los ojos de Juan se cerrasen para siempre, sus pupilas brillaron con una intensidad desmedida que Raúl comprendió.
         Y mucho tiempo después cuando Juan se hubo ido, los fantasmas del pasado abandonaron a Raúl. Porque aquella mirada moribunda en la sala de operaciones le desnudó el ama y al tiempo que un corazón se apagaba  otro empezaba a latir. 




                                                                      27-08-10

miércoles, 18 de agosto de 2010

EL CÁNTICO DE LAS HAYAS

Apagó el motor del coche y salió al aire libre. El bosque que se cernía ante ella se adentraba en el valle oscureciendo el lugar en su justo grado, confiriéndole un aspecto mágico. Así había sido entonces y así lo recordaba.
Cerró la puerta del Jeep con un golpe seco y caminó lentamente, escuchando el crujido de las hojas marchitas en el inminente otoño. Se dejó invadir por lo que la envolvía. El olor de la naturaleza, el aire fresco, el sonido de los animales silvestres. Todo ello la transportó a los años de su juventud, cuando las cosas tenían sentido, cuando cada día era un reto y la vida sonreía.
Miró a su alrededor y se ciñó el largo abrigo al cuerpo. Fijó la vista en los árboles y en el paisaje multicolor que ante ella se dibujaba como si esperase a que algo sucediera. Luego, con decisión, se adentró en el bosque para perderse en la espesura.  Caminó durante un rato que no sabría decir cuánto por el bosque de hayas, como en el cuento de su juventud donde ella se había sentido la princesa correteando entre los frondosos árboles, mientras la lluvia de hojas multicolores caía para adornar el camino por donde ella pasaba. ¡Cuánto tiempo había pasado! Ahora ya no se sentía princesa, ni hada ni nada. Se sentía vacía y trise, presa de una ilusión y un recuerdo que el tiempo no quiso borrar y que ahora, años después, la traía de nuevo, sin ni si quiera saber porqué.
Pasó bajo la rama de un poderoso árbol que nacía más abajo, en la pendiente que llegaba hasta el río. Escuchó el murmullo del agua y se detuvo a observar la neblina de humedad que ascendía hasta ella, producida por la pequeña catarata. Se asomó y contempló como el agua seguía cayendo con la misma fuerza. Un pequeño arroyo se formaba a los pies del acantilado. El lago donde tantas veces se bañaron, donde tanto rieron y los días se fundían en el tiempo. Un sentimiento de añoranza la encogió el corazón, desplazando su mano hasta el pecho. Realmente el tiempo no le había podido borrar y ahora volvía hasta allí. Una última vez.
Había trascurrido una vida por así decirlo, desde que le vio por última vez, hasta hacía unos días. Los años no habían tenido contemplación alguna y ella se había adentrado en la madurez. Se sentía cansada, agotada. Pensó que era absurdo haber vuelto a aquel lugar. ¿Por qué?  ¿A qué fin?

 Sucedió en una tarde como aquella, en aquel mismo lugar, sentados el uno al lado del otro, con las piernas colgando al vacío, escuchando la melodía del agua cayendo y mojándoles. Abrazados, sonriéndose, besándose. Sintiendo que no querían nada más que compartir sus vidas para siempre. El brillo de sus ojos no podía ser fingido. Desde el primer día que le vio pescando en la casa del lago. Cuando ella le había gritado desde la orilla recriminándole su intrusión en las aguas tranquilas, propiedad de su abuelo. Él la había mirado despreocupado y a la vez sorprendido. Llevaba  puesta una gorra vieja y sucia y unas botas de hule para el agua. Extendida la caña, se quedó inmóvil, mirándola. Sus ojos verdes se clavaron en ella, presa de lo que parecía una ilusión, como un hada en la magia y el misterio que aguardaba en el bosque. Ella sintiéndose intimidada  detuvo sus gritos. El hombre que tenía allí delante la sedujo con la mirada. El estómago se le encogió por un instante en que parecía que el aire había dejado de moverse y los pájaros volaban más lentamente. Después, como si un conjuro se hubiese roto, algún pez cayó en la trampa y estiró del hilo, pillando desprevenido al hombre que resbaló, cayendo de bruces sobre el agua. Ella no pudo contener la risa mientras él intentaba ponerse en pie torpemente. Agarró la caña con firmeza y sin prestar atención a la presa que se le escapaba, se acercó a la orilla con lentitud, sendas ondas en el agua moviéndose a su paso. Dejó la caña y la gorra mojada en el suelo de tierra oscura. Ella conteniendo las carcajadas con mano en boca, observó el brillo de sus ojos y en seguida sintió atracción por aquel hombre. Un minuto que se hizo eterno estuvieron mirándose. Ella creyó que él miraba en lo más profundo de su ser y lo que ella veía en él era misterioso, pero le gustaba. Al instante el hombre se presentó y ella volvió a gritarle por entrar en sus tierras.

El recuerdo de aquel día se esfumó tan rápidamente como había aparecido. La magia del bosque turbaba su mente con momentos de su vida que rescataba borrosos por el paso de los años. La caja de la memoria había sido abierta por su regreso al olvido y sin duda alguna el paraje en el que se hallaba era, de alguna manera, el responsable.
Siempre había creído que aquel lugar tenía algo fuera de lo común. Era un sitio de paz y no se trataba sólo de las hayas o de los pájaros. Ni si quiera del lago o la casita de madera. Todos eran elementos que formaban parte de lo fantástico del paraje. Todos eran necesarios. Una unidad. Era un pequeño paraíso al margen de la monstruosidad que se hallaba en el mundo. Un lugar de descanso. De vida.
Descendió por la ladera con paso inseguro, aferrándose a los árboles. Apesadumbrada por los años y a las puertas de la vejez, sintió morriña de los años en los que con cuatro saltos llegaba al pie de la pendiente.
Poco a poco fue acercándose a la planicie donde la tonalidad de las hojas caídas era ahora de amarillos y marrones anaranjados. A su izquierda, la pequeña charca donde caían las aguas de la cascada y más allá de los árboles que todo lo cubrían, se hallaba el inmenso lago, custodiado por la que fuera la casita de roble, construida por su propio abuelo en tiempos de su niñez.
Se acercó al arrollo. Con movimientos temblorosos, se descalzó los caros zapatos. Se sentó en la orilla y sumergió los pies en el agua helada. El frió era aterrador, pero de alguna manera le tranquilizaba el alma. Era como volver a sentirse joven. Creyó por un momento que era la niña que correteaba por los bosques y se encaramaba a las ramas de los robustos árboles. La chiquilla que creció y siendo ya adolescente la llamaron “hada del bosque”. Creyó notar su pelo largo y cobrizo moviéndose con el aire, mientras corría de un lado al otro del bosque. Conocía todos los lugares. ¡Vaya si los conocía! Realmente se sintió como entonces. Un espíritu libre.
Pero el hada creció y el bosque quedó atrás. Ahora pequeñas sombras empezaban a aparecer en su cara. El inicio de las arrugas, la experiencia de una vida dura en una ciudad, lejos de su hogar, de su fuente de vida. Al marcharse de allí, algo de ella se quedó y murió. Quizás volvía ahora por eso, para reencontrar lo perdido, para encontrarse a sí misma. Al hada que se ocultaba entre las hojas y hablaba con las aves.
Falsas esperanzas, utópicas ilusiones de un mundo de fantasía que se resistía, aun a pesar de la crudeza que le había tocado vivir en todos aquellos años, a desvincularse de ella y de su infancia.
Se miró en la superficie del agua deseando con todas sus fuerzas ver a la jovencita de antaño, pero lo que vio distaba mucho de aquello. Una cara distorsionada por las ondas de la cascada que allí moría. Una sombra de vejez y cansancio, de tristeza y rabia. Los signos de una vida en la que enfadada y enfrentada contra el mundo, se revelaban ahora en aquella imagen como la verdad. Una lucha contra sí misma, contra sus miedos y demonios más profundos. Furia contenida por los acontecimientos de la vida. Los cambios a los que esta la sometió, sin tiempo para crecer apaciblemente.
El hada se había marchado. Y ya nunca regresaría.

El calor del fuego bajo la chimenea calentaba sus corazones en el atardecer de aquel invierno. Sumida en el más absoluto silencio, la casa dormitaba a orillas del lago, mientras sobre este, una neblina misteriosa se cernía rápidamente en el preludio de la noche.
Tapados con una vieja manta, miraban el fuego, que chisporroteaba al quemarse la leña. Acarició su mano y el hombre de ojos verdes la besó en la frente con una pasión que despertaba en ella un hormigueo que se extendía por todas las partes de su cuerpo.
La oscuridad avanzaba y sus miradas sustituían las palabras. El ruido de las palabras, acallado por el intenso silencio. Arriba, en el bosque, más allá de la pendiente, los árboles se dormían con el ocaso y los pájaros y animalillos volvían a sus tranquilos hogares en la espesura, entre las hayas.
Ella, recostada sobre su pecho, se sentía invadida de emociones inexplicables. Se sentía con fuerza, llena de vigorosidad, una energía que manaba sin cesar desde lo más profundo de su ser. El hombre que tenía a su lado la reconfortaba.
Se perdió entre el baile de las llamas, recordando los días en que su abuelo aún vivía. Como alzaba su hacha con fuerza y luego la descargaba sobre los tacos de leña, desmenuzándolos sin esfuerzo. Ella le miraba sentada sobre un tronco, a orillas del lago azul. Sentía admiración por aquel hombre que la había criado en la ausencia prematura de sus padres. Llegado el momento, descansaba. Soltaba el hacha y bebía un poco del agua que ella misma portaba de la cascada de más arriba. Luego él, la acariciaba y la alzaba al vuelo. Juntos miraban el lago y allí se pasaban horas y horas, contemplando la inmensidad del agua.
Tales recuerdos de la infancia  regresaban en tiempos en los que su vida volvía a llenarse. En el sopor de la noche, iluminados tan sólo por el fuego en la chimenea, las caricias se fundían en deseos y los deseos desencadenaban la pasión, en la más completa seducción que desnudaba sus almas.
La oscuridad se desvanecía con el transcurso de las horas. Las cenizas del fuego cubrían brasas aún incandescentes y los rayos del sol empezaban a filtrarse por las ventanas. Ellos, recostados en la cama, se miraban fijamente. El sueño no les había acechado, sino que eran presas tan sólo el uno del otro. Olvidando el paso de las horas, apartados del mundo, en aquel lugar de ensueño donde ella creía que terminaría sus días, junto a él.
La cabaña, frente al lago, como faro frente al mar, quedaba iluminada por el sol que se alzaba tras las montañas. El frío de la noche se fundía y las ardillas y pajarillos despertaban, confiriéndole al bosque su mágico aspecto. Los amantes salieron al esplendor del día, seguros de sí mismos y de su felicidad. Felicidad que de pronto, un día, desaparecería. Y nunca volvería.

La amargura recorrió su cuerpo tras aquel recuerdo. Tocó sus facciones, que llenas de arrugas, distaban mucho de la tersura de aquellos días pasados.
Con paso inseguro avanzaba en la caída de la tarde. Los árboles parecían reconocerla. Apartaban sus ramas honorando al espíritu del bosque, que al fin había vuelto. Las hojas multicolores parecían brillar al paso de la mujer. O así quería creerlo ella. Pronto, el bosque terminó y frente a ella el lago hizo acto de presencia, extendiéndose hasta los acantilados de las montañas. Una lámina acuosa teñida por el ocaso y rodeada de bosques. Sin embargo, algo había cambiado.
El lago estaba sucio, sin color, sin vida. En la orilla se había construido un muelle, donde descansaban gran cantidad de embarcaciones de pesca. El agua estaba llena de escombros y basura procedente de los turistas que iban allí a pasar las tardes del domingo. Se sentaban en sus barcas, se alejaban del muelle y pescaban sin reservas, profanando la tranquilidad del lago, pescando o simplemente disfrutando de las vistas que ofrecía el paraje. La esencia del lago se había perdido y ella no había podido evitarlo.
Desplazó su mirada a la orilla este. Allí donde antaño se alzaba la cabaña de madera, no quedaban ahora más que algunos tablones. En su lugar, una torre de cemento y piedra se alzaba sin piedad, para controlar la inmensidad del lago, custodiada en los días festivos por vigilantes.
Sintió como el corazón se le rasgaba y la ira la inundaba por momentos. Corrió lo más que pudo hasta lo que había sido la cabaña de su abuelo, vínculo que les unía y nexo de tantos recuerdos de tiempos felices. Se detuvo. Una bandada de pájaros grises alzó el vuelo a la llegada de la mujer al lugar. Sus jadeos rompieron el silencio. Se acercó a los tablones rotos que quedaban allí y acarició una tabla con dulzura. Nada quedaba ya de su juventud. El lugar se había convertido en un parque para ineptos que iban a ensuciar su hogar.
Frente a la torre había un panel enorme:
        
Coto privado del Estado. Próximas obras de extracción petrolífera”

La agonía creció por momentos. El paraíso de su infancia no sólo había sido profanado e invadido, si no que iba a quedar destruido por las máquinas y el petróleo. El lago acabaría siendo una mancha negra, todo árbol y planta, seto y arbusto de las orillas, moriría bajo la mano del hombre. El bosque de hayas de la pendiente se talaría para hacer caminos por donde las monstruosas maquinas pasarían para proceder a la devastación del lugar. El esplendor del paraje quedaría perdido, la vida quedaría diezmada y su infancia, lo que quedara de ella, aniquilada…

Cuando sus padres murieron en aquel accidente, ella tan sólo tenía dos años. Su abuelo la acogió y la crió en aquel lugar donde crecería entre la naturaleza. Los asistentes sociales quisieron arrebatársela argumentando su incapacidad para criarla en medio de un bosque. La juez, no encontró motivo alguno por el que aquel hombre no pudiese tener la custodia de su nieta, pues no sólo le veía capaz, si no lleno de vida e ilusión. La mirada de su nieta en pañales le conmovía y eso no pasó desapercibido por la autoridad  de  la justicia. Un pueblo cercano atribuyó fuerza a la defensa del abuelo, pues estaba dotado de centro médico y centro de estudios primarios.
Así, niña y abuelo se marcharon a sus tierras. Ella crecería y la naturaleza formaría parte de sí misma. El bosque irradiaba luz cuando la niña paseaba entre los árboles. Estos se alzaban, como estirados desde el cielo, mostrando su grandeza y postrándose a la vez a los pies de la jovencita. El viento movía las ramas y las hojas la susurraban mensajes al oído procedentes de tierras lejanas. Se subía a los robustos árboles y allí se pasaba horas y horas imaginando historias de mundos perdidos. El tiempo se desvanecía y arropada por el espíritu del bosque, se quedaba dormida.
El abuelo pronto notó aquella conexión con la naturaleza. Aquellos árboles que muchos años antes había plantado él mismo se los compró a un mercader de oriente. Este le dijo que los árboles eran mágicos. Él no lo entendió en aquel momento, pero su nieta había despertado algo en el bosque. Cuando ella estaba cerca, parecía oírse una melodía embrujadora que adormecía y obligaba a observar a los árboles durante horas, al margen de su propia voluntad. Sabía que en el bosque era donde más segura podía estar.
Una noche, la niña se puso muy enferma. La fiebre le subió mucho y tiritaba sin cesar. Hablaba en sueños, víctima del delirio. Con paños la humedecía la frente y la cara y la bañaba en agua helada del lago para bajarla el calor. Al día siguiente, la niña se levantó con la energía y vitalidad de siempre. El abuelo, atónito, no lo podía creer.
La niña insistió en ir a dar un paseo por el bosque y pese a las reticencias del anciano, este accedió. Cuando salieron de la cabaña, el bosque pareció recobrar vida y aquella melodía volvía a oírse, lejana, traída por el viento. No muy lejos, en mitad de la pendiente, se detuvieron de pronto, pues allí, se alzaba un gran árbol. Lo asombroso era que estaba seco, sin hojas. Muerto. Recordó el abuelo haber pasado por allí el día anterior y encontrar la haya en perfecto estado. La niña se tiró de rodillas al suelo cubierto de las hojas grises del árbol sin vida y se echó a llorar mientras no paraba de decir que era culpa suya.
Entonces el viejo entendió que de alguna forma, el bosque y la niña estaban profundamente conectados. De algún modo, si la niña enfermaba, los árboles enfermaban y si ella gozaba de plena salud, las hayas extendían sus ramas y teñían sus hojas de vistosos colores. Ella dependía del bosque y el bosque de ella.


Con pasos lentos, caminó hasta la orilla del lago. Se volvió a descalzar y sumergió los pies en el agua que a pesar de estar sucia, sintió que esta la purificaba. Las lágrimas corrieron por la tez amarilla de su cara y saltaron para unirse a sus amigas de agua dulce. La mujer alzó la mirada, observando las montañas y bosques lejanos que cubrían el valle. Más allá, el sol empezaba a descender en la dirección irremediable del crepúsculo. Cuando ya no pudo soportarlo más, se vino abajo. Las fuerzas le fallaron y tras el tembleque de piernas, se cayó en la tierra húmeda de rodillas. Sus ojos se nublaron, llenos de lágrimas amargas, contenidas tras años de ciudad y de huida. Años en que había querido olvidarlo todo, años de tristeza y horrible soledad que la habían oprimido hasta límites insospechados. Recuerdos bloqueados por su mente, huyendo del dolor. Enfadada con su vida por las injusticias acaecidas, creyendo que aquello pasaría y que el sol brillaría al final, otorgando a su mundo gris una nota de color, de esperanza. Pero lo que ella consideró durante la mayor parte de su vida como injusticias no cesaron si no que la persiguieron en su mente, pues de nada servía marcharse a un mundo de bullicio, a la ciudad más lejana del país, encontrar un trabajo que la absorbiera por completo. Siempre quedaba un momento para pensar en el pasado, en las cosas que la hicieron feliz y en consecuencia infeliz.
Entonces el sollozo desgarrador fue acallado. Dejó de llorar. Una abrumadora melodía que no escuchaba desde hacía demasiado tiempo, empezó a oírse detrás de ella.
Los árboles estaban cantando.


Cuando el abuelo se enteró de lo que iba a suceder, el mundo de la joven se vino abajo. Fue cuando todo cambió.
El anciano había recibido una notificación para que acudiera a la ciudad. En ella se explicaba que por la localización de las tierras y la demanda social, el lugar donde él residía había sido considerado como atracción turística por orden del gobierno. Sería indemnizado con una cuantiosa suma de dinero que le permitirían vivir a él y a su nieta en un lugar igual de apacible cerca de la playa o si lo preferían, en un apartamento en plena  capital. Se le adjuntaba en la carta el proyecto que se iba a desarrollar en el terreno. Lo que en principio iba a ser una atracción para los turistas, era sólo una opción, pues si los estudios geológicos que se estaban realizando confirmaban la presencia de petróleo en la zona, se instalaría una planta petrolífera en el lago a largo plazo. Se le adjuntaban también diversos folletos y trípticos sobre el progreso humano y como el petróleo mejoraba día a día las exigencias de la sociedad, permitiéndonos vivir en un mundo mejor.
El abuelo arrugó las hojas de papel. La joven observó a su abuelo encolerizado, al que le costó mucho tranquilizar. Él juró que nadie les sacaría de sus tierras, pero las cartas que exigían su presencia en la ciudad continuaron, cada semana sin falta, hasta que un día, recibió la visita de dos hombres que con modales poco ortodoxos le explicaron que tras no acudir a sus citaciones, se habían visto obligados a ir hasta allí. La demora de tantos meses y la preparación inminente de las obras, les obligaba a él y a su nieta a desalojar el lugar en el plazo de un mes. El dinero había sido ingresado ya directamente en su banco habitual donde gestionaba sus pequeños gastos para subsistir.
Casi los echó de sus tierras del lago a patadas, pero su destino estaba escrito. Si no se iban, les echarían. Y así fue. Un mes más tarde, un grupo de hombres les transportó hasta un hotel de la ciudad. Les habían proporcionado una casita en la playa de la costa oeste del país a la que llevarían todas las pertenencias que se hallasen en la casita del lago. Podrían trasladarse en unos días.
Aquella noche el anciano ingresaría en el hospital de urgencia. Y nunca más saldría.


La mujer, absorta en sus recuerdos, recorriendo toda su juventud, se adentró de nuevo en la espesura de los árboles. Ahora caminaba decidida, con un rumbo fijo. Ascendía con agilidad, sorprendida de ello, quizás por esa melodía que procedía de algún lugar del bosque o quizás de todos. Esa música que tantas veces había oído en la niñez y que tanto había echado de menos en la gran ciudad. Se apoyaba en las ramas y en las raíces para seguir avanzando en la subida. La melodía se oía más intensamente a cada paso. Una necesidad imperiosa la dominaba y la incitaba a caminar con más rapidez. Respiraba entrecortadamente, presa de la excitación y el nerviosismo. Los árboles parecían ayudarla en su ascenso. Mujer y hayas fusionadas en un único propósito. Las ramas parecían moverse a voluntad, inclinándose o ascendiendo para que las manos arrugadas de la mujer tuvieran puntos de apoyo que facilitasen el trayecto.
 Las lágrimas desaparecieron de su rostro y tras las facciones marcadas de su cara ahora se vislumbraba una sonrisa. Sintió que la energía fluía por todas las partes de su cuerpo, que regresaban los años de juventud, en una acelerada regresión al tiempo en que fue feliz y en él que era capaz de brincar y saltar de árbol en árbol.
El corazón desbocado y el temblor en sus manos no la impedían avanzar hacia aquello que en su interior se había despertado, tras años de letargo, como revelación, como llave para cerradura o como salida a la asfixiante agonía a la que se hallaba supeditada.
De pronto, llegó a la cima de la montaña. No se detuvo y fue entonces, con un movimiento rápido, cuando una rama surgió del entramado del bosque en su ayuda. Tropezando, cayó de bruces en la alfombra multicolor de hojas húmedas que la arrastró pendiente abajo, sin detenerse.
Cuando abrió los ojos, observó que se encontraba en un lugar que le resultaba familiar. Se levantó con torpeza y se quitó las hojas que cubrían su abrigo. Se hallaba en una especie de círculo delimitado por árboles de robustos y anchos troncos. En el centro del círculo, un árbol seco se alzaba ya sin vida en un espectral  y desesperado deseo de resurrección. Aquel lugar le traía muchísimos recuerdos, el último de los cuales cogió desprevenida a su mente en aquel preciso instante.


No estaba permitida la entrada a nadie en el bosque. Las obras de acceso al parque que se abriría al público en pocos meses habían empezado hacía unos días. Sin embargo ella no podía marcharse sin despedirse.
Ascendieron la verja que habían instaurado en la entrada al bosque por la carretera de acceso y se adentraron en él. Cogidos de la mano, caminaban en silencio, entre los árboles. Ella oía aquella mágica melodía que tenía poder incluso para acallar el rumor del dolor producido por la muerte de su abuelo una semana antes en aquella sala de hospital.
El hombre de ojos verdes la rodeó con sus fuertes brazos por la cintura provocando en ella un abrumador sentimiento de protección.
Se desviaron a la derecha, pasando por el río que caía en cascada. Se sonrieron por los buenos ratos que habían pasado en el lugar. Entonces las miradas todavía lo decían todo. Descendieron hasta la casita de madera, donde instintivamente se detuvieron a mirarla. Luego pasaron de largo, paseando por la orilla del lago que dormitaba, oculto entre jirones de niebla que le conferían un aspecto lúgubre. Ascendieron por el otro lado de la ladera hasta la cima y de allí a la izquierda por un pequeño sendero que bajaba hasta un modesto valle circular rodeado de árboles. Allí, en el centro se alzaba un gran árbol en todo su esplendor. Se encaramaron a las ramas y subieron cada uno por un lado para confluir en una de las más grandes, donde se sentaban casi todas las tardes, cuando las tierras aún pertenecían a su abuelo. Allí permanecieron en silencio largo rato cogidos de la mano. La tristeza inundaba el corazón de la chica y aquello era la despedida de sus amigos más fieles, sus confidentes, los poseedores de sus más profundos secretos y emociones: los árboles. Sintió que ellos también se despedían con aquel cántico que sólo ella podía escuchar y parecía proceder del más bello coro de ángeles.
Las horas sucedieron y la mañana se desplazó hasta el atardecer. Descendieron del árbol bajo un cielo anaranjado, melancólico y miraron a su alrededor. Luego se hicieron dos fotografías con una cámara instantánea frente al árbol, para preservar el momento, para recordarlo siempre, a él y a todo el bosque. El hombre se las entregó. En el dorso de una de ellas escribió: “Siempre tuyo”.
La mujer con lágrimas en los ojos le miró. Luego se besaron apasionadamente durante largo rato frente a la mirada de las hayas.  Sintió que aquel era el hombre de su vida, que le acompañaría por siempre.
Que equivocada estaba.


Los años habían pasado y las heridas no habían cicatrizado. La mujer había recorrido el camino hacia la inevitable vejez que se aproximaba día tras día. Ahora se hallaba en el mismo lugar donde muchos años antes se había despedido de su bosque, de su abuelo y sin saberlo del hombre que la hizo feliz. Nunca había sabido el porqué, y durante aquellos años de vida trivial trabajando en la ciudad se había hecho la misma pregunta noche tras noche en el apartamento donde vivía, en la soledad más absoluta. Pero nunca obtuvo la respuesta que buscaba y el joven de ojos verdes con quien tanto compartió, nunca volvió…


La mañana despuntaba y los rayos del sol se filtraban tras las cortinas cubiertas. Se desperezó y levantándose con las ojeras pronunciadas de siempre, tras no haber conciliado el sueño, se acercó a la ventana y observó la vida corriendo en la calle. La ciudad se había despertado también. Vehículos y gente se desplazaban hacia sus destinos, absortos en la acelerada contrarreloj a la que nunca se había acostumbrado.
Tras una ducha fría que la reconfortó mínimamente, se vistió mientras la cafetera humeaba. Se ciñó el traje gris a su delgado pero aún esbelto cuerpo tras el paso de los años y se sirvió una taza. Luego bajó los siete pisos en el ascensor y salió a la burbujeante calle. Unas gafas de sol cubrieron sus ojos azules y a paso ligero se encaminó hacia la agencia de viajes en la que trabajaba desde hacía varios años.
Descendió las escaleras de la boca del metro. Había una gran cola para comprar el billete rutinario. Hurgaba en su bolso cuando se acercaba al dispensador de tickets. Fue entonces cuando le vio.
El pelo se le había aclarado y las canas hacían ya más que acto de presencia. La tez se le había endurecido, pero sus ojos verdes conservaban el mismo brillo de quince años atrás. Por un momento se quedó paralizada. El tiempo parecía desplazarse lentamente y creyó revivir toda su juventud. Juventud que había compartido con aquel hombre.
Volvió a la realidad cuando un joven la instó a que avanzara en la fila. De pronto corrió desesperada, empujando a los que tenía delante, mientras se colaba por la fila buscando a aquel hombre que había pagado su billete y se dirigía hacia el andén. Los que allí se hallaban se quejaban a su paso. Pero ella sólo centraba su atención en aquel fantasma del pasado que se había cruzado de nuevo en su vida y que por alguna razón tenía que seguir.
Tras pagar su billete llegó al andén justo a tiempo de ver como el hombre se metía en un vagón. Corrió con exasperación entrando por la misma compuerta que él. Segundos después esta se cerró y el tren se puso en marcha.
Miró a su alrededor buscando ansiosamente al hombre. Lo encontró sentado en uno de los asientos del fondo.  Este, que miraba por la ventana, se giró hacia ella y sus miradas se encontraron. Ella creyó que la había reconocido y sonrió tragando saliva, pero al momento este desvió la mirada de nuevo hacia la ventana. Ella se contuvo con inmensa y desgarradora tristeza. Se sentó compungida en uno de los asientos laterales donde miraba de reojo al hombre que tantas veces había ocupado su mente con preguntas que no hallaban respuesta posible ¿Dónde estaba? ¿Por qué se había marchado? ¿A caso no la quería?
En una de las paradas anunciadas el hombre se levantó y tras detenerse el tren salió por la puerta corredera. La mujer le siguió por el andén, escaleras hacia la superficie. Avanzaron por una plaza y luego por una gran avenida, manteniendo siempre la distancia para que el recién aparecido no notase su presencia. Cruzaron por una calle paralela y de allí a otra más estrecha. Entonces el hombre se detuvo en una pequeña y bonita casa con jardín.
En la entrada, una mujer con un niño en brazos salió a recibirle con un efusivo beso mientras el pequeño no paraba de repetir una palabra, presa de la excitación por la llegada de aquel hombre.
¡Papá!


Ahora entendía realmente porqué motivo había vuelto a aquel lugar. Un lugar que la abarrotaba de recuerdos y la mayoría de ellos estaban embadurnados de melancolía y tristeza. Los días felices habían quedado ya muy atrás. Durante un tiempo quedaron retenidos en su memoria, muy presentes y ella luchaba día a día por aferrarse a ellos, era (amargo era pensarlo) lo único que la quedaba.
Los años fueron pasando y su fuerza disminuyó (la poca que le quedaba tras la muerte de su abuelo). Los recuerdos buenos seguían ahí, pero ya no ocupando su mente como imágenes vivas de lo que habían sido y ya no eran. Ahora se hallaban todos en uno de esos almacenes donde cada recuerdo está guardado en cajas. Ni si quiera se dignaba a coger la escalera para buscar y revivir alguno de aquellos que se hallaban en las más altas estanterías de la memoria.
Al final, cuando, se resignó a que el destino diese un vuelco a su vida y la recompensase por todo el sufrimiento que había tenido que soportar, el almacén mental donde guardaba toda su vida era difuso y a veces, difícil de encontrar. Sin darse cuenta, creyendo que en cualquier momento todo cambiaría y la suerte le tocaría en la espalda tras cruzar la calle o doblar cualquier esquina, comprendió el gran error de su vida. Nada iba a suceder, nadie iba a cambiar las cosas que habían pasado. Sólo ella tenía la oportunidad de modificar, mejorar o rehacer lo que estaba por venir. Sólo ella podía perdonarse a sí misma.
Había perdido su vida, esperando.
Y lo comprendió el día en que le vio. La necesidad imperiosa de seguirle no sólo se debía a saber que había sucedido con él. Quería respuestas a su abandono e inconscientemente, en el fondo de su grisáceo corazón, la esperanza de una segunda felicidad. De un segundo verano, de una segunda casa de madera a orillas del lago, un segundo bosque, un segundo trepar al árbol más alto, un segundo rayos del sol por la ventana, humo de café matutino, besos interminables. Una segunda infancia. Una nueva vida.
Pero el niño había dicho “Papá”.
Y si en aquel tiempo aún le quedaba esperanza, ahora se había esfumado. Mirando a aquel hombre con él que tanto compartió, mirando a aquella familia, se dio cuenta de todo lo que se había perdido por no querer renunciar, y aun cuando perdió toda esperanza, no supo mirar al mundo con el corazón abierto. Sintió lástima de sí misma, rabia por haber perdido los mejores años de su vida (pues ahora comprendía que su infancia no había tenido porque ser la mejor época) y envidia de aquella familia que ella no había tenido el valor de formar o por lo menos de intentar.
Por ello había vuelto al lugar donde todo empezó. Los recuerdos la habían asaltado de nuevo, pero ya no de la misma forma con la que la sorprendían en las noches oscuras, iluminadas tan sólo por la lámpara de la salita de su piso urbano. Ahora era diferente. Había llorado, pero era la última vez que lo hacía. Se había redimido.
El bosque se hallaba en silencio. El viento fresco se levantó moviendo las hojas de las ramas. Una melodía se alzaba desde el corazón del bosque y fluía por los árboles, pero esta no era como la música celestial que otras veces se pudo oír. Esta era una canción triste. Una canción de adiós.
El último cántico.
La única persona que la podría haber escuchado ya había cerrado la puerta del Jeep y conducía por una carretera desconocida, sin rumbo fijo y con un futuro incierto, lleno de dudas e inseguridades. Pero la mujer sonreía, por primera vez desde hacía mucho tiempo, porque si de algo estaba segura, era de que ya no volvería a escuchar el cántico de las hayas.
Atrás queda el bosque. Sus altas copas se recortan contra un cielo moribundo. El ocaso se anuncia con tonos rojos y anaranjados, confiriéndole a las hayas un brillo mágico. El viento ulula, transportando los resquicios de la canción del pasado. Reverbera en todo el valle y se pierde en los confines de las montañas, más allá del lago. Un enorme árbol que en otro tiempo se había alzado majestuoso, perdió todo el color, toda su fuerza y su magia.  El adiós para siempre es insoportable para alguno de aquellos viejos amigos del hada. Un hada que al fin había echado a volar, en busca de otro bosque donde empezar de nuevo. Un lugar donde los árboles entonen otra melodía. Una muy distinta. Una más bonita y alegre para que el hada pueda brillar y sonreír.
 Pero este es el último cántico de las hayas y el último adiós a su hada. Bajo la hojarasca yacen dos fotografías de figuras borrosas e indistinguibles. Un golpe de aire las levanta, bailando con el viento, perdiéndose en el tiempo.


                                                                                                                            
                                                                                                                                  19-08-10