Apagó el motor del coche y salió al aire libre. El bosque que se cernía ante ella se adentraba en el valle oscureciendo el lugar en su justo grado, confiriéndole un aspecto mágico. Así había sido entonces y así lo recordaba.
Cerró la puerta del Jeep con un golpe seco y caminó lentamente, escuchando el crujido de las hojas marchitas en el inminente otoño. Se dejó invadir por lo que la envolvía. El olor de la naturaleza, el aire fresco, el sonido de los animales silvestres. Todo ello la transportó a los años de su juventud, cuando las cosas tenían sentido, cuando cada día era un reto y la vida sonreía.
Miró a su alrededor y se ciñó el largo abrigo al cuerpo. Fijó la vista en los árboles y en el paisaje multicolor que ante ella se dibujaba como si esperase a que algo sucediera. Luego, con decisión, se adentró en el bosque para perderse en la espesura. Caminó durante un rato que no sabría decir cuánto por el bosque de hayas, como en el cuento de su juventud donde ella se había sentido la princesa correteando entre los frondosos árboles, mientras la lluvia de hojas multicolores caía para adornar el camino por donde ella pasaba. ¡Cuánto tiempo había pasado! Ahora ya no se sentía princesa, ni hada ni nada. Se sentía vacía y trise, presa de una ilusión y un recuerdo que el tiempo no quiso borrar y que ahora, años después, la traía de nuevo, sin ni si quiera saber porqué.
Pasó bajo la rama de un poderoso árbol que nacía más abajo, en la pendiente que llegaba hasta el río. Escuchó el murmullo del agua y se detuvo a observar la neblina de humedad que ascendía hasta ella, producida por la pequeña catarata. Se asomó y contempló como el agua seguía cayendo con la misma fuerza. Un pequeño arroyo se formaba a los pies del acantilado. El lago donde tantas veces se bañaron, donde tanto rieron y los días se fundían en el tiempo. Un sentimiento de añoranza la encogió el corazón, desplazando su mano hasta el pecho. Realmente el tiempo no le había podido borrar y ahora volvía hasta allí. Una última vez.
Había trascurrido una vida por así decirlo, desde que le vio por última vez, hasta hacía unos días. Los años no habían tenido contemplación alguna y ella se había adentrado en la madurez. Se sentía cansada, agotada. Pensó que era absurdo haber vuelto a aquel lugar. ¿Por qué? ¿A qué fin?
Sucedió en una tarde como aquella, en aquel mismo lugar, sentados el uno al lado del otro, con las piernas colgando al vacío, escuchando la melodía del agua cayendo y mojándoles. Abrazados, sonriéndose, besándose. Sintiendo que no querían nada más que compartir sus vidas para siempre. El brillo de sus ojos no podía ser fingido. Desde el primer día que le vio pescando en la casa del lago. Cuando ella le había gritado desde la orilla recriminándole su intrusión en las aguas tranquilas, propiedad de su abuelo. Él la había mirado despreocupado y a la vez sorprendido. Llevaba puesta una gorra vieja y sucia y unas botas de hule para el agua. Extendida la caña, se quedó inmóvil, mirándola. Sus ojos verdes se clavaron en ella, presa de lo que parecía una ilusión, como un hada en la magia y el misterio que aguardaba en el bosque. Ella sintiéndose intimidada detuvo sus gritos. El hombre que tenía allí delante la sedujo con la mirada. El estómago se le encogió por un instante en que parecía que el aire había dejado de moverse y los pájaros volaban más lentamente. Después, como si un conjuro se hubiese roto, algún pez cayó en la trampa y estiró del hilo, pillando desprevenido al hombre que resbaló, cayendo de bruces sobre el agua. Ella no pudo contener la risa mientras él intentaba ponerse en pie torpemente. Agarró la caña con firmeza y sin prestar atención a la presa que se le escapaba, se acercó a la orilla con lentitud, sendas ondas en el agua moviéndose a su paso. Dejó la caña y la gorra mojada en el suelo de tierra oscura. Ella conteniendo las carcajadas con mano en boca, observó el brillo de sus ojos y en seguida sintió atracción por aquel hombre. Un minuto que se hizo eterno estuvieron mirándose. Ella creyó que él miraba en lo más profundo de su ser y lo que ella veía en él era misterioso, pero le gustaba. Al instante el hombre se presentó y ella volvió a gritarle por entrar en sus tierras.
El recuerdo de aquel día se esfumó tan rápidamente como había aparecido. La magia del bosque turbaba su mente con momentos de su vida que rescataba borrosos por el paso de los años. La caja de la memoria había sido abierta por su regreso al olvido y sin duda alguna el paraje en el que se hallaba era, de alguna manera, el responsable.
Siempre había creído que aquel lugar tenía algo fuera de lo común. Era un sitio de paz y no se trataba sólo de las hayas o de los pájaros. Ni si quiera del lago o la casita de madera. Todos eran elementos que formaban parte de lo fantástico del paraje. Todos eran necesarios. Una unidad. Era un pequeño paraíso al margen de la monstruosidad que se hallaba en el mundo. Un lugar de descanso. De vida.
Descendió por la ladera con paso inseguro, aferrándose a los árboles. Apesadumbrada por los años y a las puertas de la vejez, sintió morriña de los años en los que con cuatro saltos llegaba al pie de la pendiente.
Poco a poco fue acercándose a la planicie donde la tonalidad de las hojas caídas era ahora de amarillos y marrones anaranjados. A su izquierda, la pequeña charca donde caían las aguas de la cascada y más allá de los árboles que todo lo cubrían, se hallaba el inmenso lago, custodiado por la que fuera la casita de roble, construida por su propio abuelo en tiempos de su niñez.
Se acercó al arrollo. Con movimientos temblorosos, se descalzó los caros zapatos. Se sentó en la orilla y sumergió los pies en el agua helada. El frió era aterrador, pero de alguna manera le tranquilizaba el alma. Era como volver a sentirse joven. Creyó por un momento que era la niña que correteaba por los bosques y se encaramaba a las ramas de los robustos árboles. La chiquilla que creció y siendo ya adolescente la llamaron “hada del bosque”. Creyó notar su pelo largo y cobrizo moviéndose con el aire, mientras corría de un lado al otro del bosque. Conocía todos los lugares. ¡Vaya si los conocía! Realmente se sintió como entonces. Un espíritu libre.
Pero el hada creció y el bosque quedó atrás. Ahora pequeñas sombras empezaban a aparecer en su cara. El inicio de las arrugas, la experiencia de una vida dura en una ciudad, lejos de su hogar, de su fuente de vida. Al marcharse de allí, algo de ella se quedó y murió. Quizás volvía ahora por eso, para reencontrar lo perdido, para encontrarse a sí misma. Al hada que se ocultaba entre las hojas y hablaba con las aves.
Falsas esperanzas, utópicas ilusiones de un mundo de fantasía que se resistía, aun a pesar de la crudeza que le había tocado vivir en todos aquellos años, a desvincularse de ella y de su infancia.
Se miró en la superficie del agua deseando con todas sus fuerzas ver a la jovencita de antaño, pero lo que vio distaba mucho de aquello. Una cara distorsionada por las ondas de la cascada que allí moría. Una sombra de vejez y cansancio, de tristeza y rabia. Los signos de una vida en la que enfadada y enfrentada contra el mundo, se revelaban ahora en aquella imagen como la verdad. Una lucha contra sí misma, contra sus miedos y demonios más profundos. Furia contenida por los acontecimientos de la vida. Los cambios a los que esta la sometió, sin tiempo para crecer apaciblemente.
El hada se había marchado. Y ya nunca regresaría.
El calor del fuego bajo la chimenea calentaba sus corazones en el atardecer de aquel invierno. Sumida en el más absoluto silencio, la casa dormitaba a orillas del lago, mientras sobre este, una neblina misteriosa se cernía rápidamente en el preludio de la noche.
Tapados con una vieja manta, miraban el fuego, que chisporroteaba al quemarse la leña. Acarició su mano y el hombre de ojos verdes la besó en la frente con una pasión que despertaba en ella un hormigueo que se extendía por todas las partes de su cuerpo.
La oscuridad avanzaba y sus miradas sustituían las palabras. El ruido de las palabras, acallado por el intenso silencio. Arriba, en el bosque, más allá de la pendiente, los árboles se dormían con el ocaso y los pájaros y animalillos volvían a sus tranquilos hogares en la espesura, entre las hayas.
Ella, recostada sobre su pecho, se sentía invadida de emociones inexplicables. Se sentía con fuerza, llena de vigorosidad, una energía que manaba sin cesar desde lo más profundo de su ser. El hombre que tenía a su lado la reconfortaba.
Se perdió entre el baile de las llamas, recordando los días en que su abuelo aún vivía. Como alzaba su hacha con fuerza y luego la descargaba sobre los tacos de leña, desmenuzándolos sin esfuerzo. Ella le miraba sentada sobre un tronco, a orillas del lago azul. Sentía admiración por aquel hombre que la había criado en la ausencia prematura de sus padres. Llegado el momento, descansaba. Soltaba el hacha y bebía un poco del agua que ella misma portaba de la cascada de más arriba. Luego él, la acariciaba y la alzaba al vuelo. Juntos miraban el lago y allí se pasaban horas y horas, contemplando la inmensidad del agua.
Tales recuerdos de la infancia regresaban en tiempos en los que su vida volvía a llenarse. En el sopor de la noche, iluminados tan sólo por el fuego en la chimenea, las caricias se fundían en deseos y los deseos desencadenaban la pasión, en la más completa seducción que desnudaba sus almas.
La oscuridad se desvanecía con el transcurso de las horas. Las cenizas del fuego cubrían brasas aún incandescentes y los rayos del sol empezaban a filtrarse por las ventanas. Ellos, recostados en la cama, se miraban fijamente. El sueño no les había acechado, sino que eran presas tan sólo el uno del otro. Olvidando el paso de las horas, apartados del mundo, en aquel lugar de ensueño donde ella creía que terminaría sus días, junto a él.
La cabaña, frente al lago, como faro frente al mar, quedaba iluminada por el sol que se alzaba tras las montañas. El frío de la noche se fundía y las ardillas y pajarillos despertaban, confiriéndole al bosque su mágico aspecto. Los amantes salieron al esplendor del día, seguros de sí mismos y de su felicidad. Felicidad que de pronto, un día, desaparecería. Y nunca volvería.
La amargura recorrió su cuerpo tras aquel recuerdo. Tocó sus facciones, que llenas de arrugas, distaban mucho de la tersura de aquellos días pasados.
Con paso inseguro avanzaba en la caída de la tarde. Los árboles parecían reconocerla. Apartaban sus ramas honorando al espíritu del bosque, que al fin había vuelto. Las hojas multicolores parecían brillar al paso de la mujer. O así quería creerlo ella. Pronto, el bosque terminó y frente a ella el lago hizo acto de presencia, extendiéndose hasta los acantilados de las montañas. Una lámina acuosa teñida por el ocaso y rodeada de bosques. Sin embargo, algo había cambiado.
El lago estaba sucio, sin color, sin vida. En la orilla se había construido un muelle, donde descansaban gran cantidad de embarcaciones de pesca. El agua estaba llena de escombros y basura procedente de los turistas que iban allí a pasar las tardes del domingo. Se sentaban en sus barcas, se alejaban del muelle y pescaban sin reservas, profanando la tranquilidad del lago, pescando o simplemente disfrutando de las vistas que ofrecía el paraje. La esencia del lago se había perdido y ella no había podido evitarlo.
Desplazó su mirada a la orilla este. Allí donde antaño se alzaba la cabaña de madera, no quedaban ahora más que algunos tablones. En su lugar, una torre de cemento y piedra se alzaba sin piedad, para controlar la inmensidad del lago, custodiada en los días festivos por vigilantes.
Sintió como el corazón se le rasgaba y la ira la inundaba por momentos. Corrió lo más que pudo hasta lo que había sido la cabaña de su abuelo, vínculo que les unía y nexo de tantos recuerdos de tiempos felices. Se detuvo. Una bandada de pájaros grises alzó el vuelo a la llegada de la mujer al lugar. Sus jadeos rompieron el silencio. Se acercó a los tablones rotos que quedaban allí y acarició una tabla con dulzura. Nada quedaba ya de su juventud. El lugar se había convertido en un parque para ineptos que iban a ensuciar su hogar.
Frente a la torre había un panel enorme:
“Coto privado del Estado. Próximas obras de extracción petrolífera”
La agonía creció por momentos. El paraíso de su infancia no sólo había sido profanado e invadido, si no que iba a quedar destruido por las máquinas y el petróleo. El lago acabaría siendo una mancha negra, todo árbol y planta, seto y arbusto de las orillas, moriría bajo la mano del hombre. El bosque de hayas de la pendiente se talaría para hacer caminos por donde las monstruosas maquinas pasarían para proceder a la devastación del lugar. El esplendor del paraje quedaría perdido, la vida quedaría diezmada y su infancia, lo que quedara de ella, aniquilada…
Cuando sus padres murieron en aquel accidente, ella tan sólo tenía dos años. Su abuelo la acogió y la crió en aquel lugar donde crecería entre la naturaleza. Los asistentes sociales quisieron arrebatársela argumentando su incapacidad para criarla en medio de un bosque. La juez, no encontró motivo alguno por el que aquel hombre no pudiese tener la custodia de su nieta, pues no sólo le veía capaz, si no lleno de vida e ilusión. La mirada de su nieta en pañales le conmovía y eso no pasó desapercibido por la autoridad de la justicia. Un pueblo cercano atribuyó fuerza a la defensa del abuelo, pues estaba dotado de centro médico y centro de estudios primarios.
Así, niña y abuelo se marcharon a sus tierras. Ella crecería y la naturaleza formaría parte de sí misma. El bosque irradiaba luz cuando la niña paseaba entre los árboles. Estos se alzaban, como estirados desde el cielo, mostrando su grandeza y postrándose a la vez a los pies de la jovencita. El viento movía las ramas y las hojas la susurraban mensajes al oído procedentes de tierras lejanas. Se subía a los robustos árboles y allí se pasaba horas y horas imaginando historias de mundos perdidos. El tiempo se desvanecía y arropada por el espíritu del bosque, se quedaba dormida.
El abuelo pronto notó aquella conexión con la naturaleza. Aquellos árboles que muchos años antes había plantado él mismo se los compró a un mercader de oriente. Este le dijo que los árboles eran mágicos. Él no lo entendió en aquel momento, pero su nieta había despertado algo en el bosque. Cuando ella estaba cerca, parecía oírse una melodía embrujadora que adormecía y obligaba a observar a los árboles durante horas, al margen de su propia voluntad. Sabía que en el bosque era donde más segura podía estar.
Una noche, la niña se puso muy enferma. La fiebre le subió mucho y tiritaba sin cesar. Hablaba en sueños, víctima del delirio. Con paños la humedecía la frente y la cara y la bañaba en agua helada del lago para bajarla el calor. Al día siguiente, la niña se levantó con la energía y vitalidad de siempre. El abuelo, atónito, no lo podía creer.
La niña insistió en ir a dar un paseo por el bosque y pese a las reticencias del anciano, este accedió. Cuando salieron de la cabaña, el bosque pareció recobrar vida y aquella melodía volvía a oírse, lejana, traída por el viento. No muy lejos, en mitad de la pendiente, se detuvieron de pronto, pues allí, se alzaba un gran árbol. Lo asombroso era que estaba seco, sin hojas. Muerto. Recordó el abuelo haber pasado por allí el día anterior y encontrar la haya en perfecto estado. La niña se tiró de rodillas al suelo cubierto de las hojas grises del árbol sin vida y se echó a llorar mientras no paraba de decir que era culpa suya.
Entonces el viejo entendió que de alguna forma, el bosque y la niña estaban profundamente conectados. De algún modo, si la niña enfermaba, los árboles enfermaban y si ella gozaba de plena salud, las hayas extendían sus ramas y teñían sus hojas de vistosos colores. Ella dependía del bosque y el bosque de ella.
Con pasos lentos, caminó hasta la orilla del lago. Se volvió a descalzar y sumergió los pies en el agua que a pesar de estar sucia, sintió que esta la purificaba. Las lágrimas corrieron por la tez amarilla de su cara y saltaron para unirse a sus amigas de agua dulce. La mujer alzó la mirada, observando las montañas y bosques lejanos que cubrían el valle. Más allá, el sol empezaba a descender en la dirección irremediable del crepúsculo. Cuando ya no pudo soportarlo más, se vino abajo. Las fuerzas le fallaron y tras el tembleque de piernas, se cayó en la tierra húmeda de rodillas. Sus ojos se nublaron, llenos de lágrimas amargas, contenidas tras años de ciudad y de huida. Años en que había querido olvidarlo todo, años de tristeza y horrible soledad que la habían oprimido hasta límites insospechados. Recuerdos bloqueados por su mente, huyendo del dolor. Enfadada con su vida por las injusticias acaecidas, creyendo que aquello pasaría y que el sol brillaría al final, otorgando a su mundo gris una nota de color, de esperanza. Pero lo que ella consideró durante la mayor parte de su vida como injusticias no cesaron si no que la persiguieron en su mente, pues de nada servía marcharse a un mundo de bullicio, a la ciudad más lejana del país, encontrar un trabajo que la absorbiera por completo. Siempre quedaba un momento para pensar en el pasado, en las cosas que la hicieron feliz y en consecuencia infeliz.
Entonces el sollozo desgarrador fue acallado. Dejó de llorar. Una abrumadora melodía que no escuchaba desde hacía demasiado tiempo, empezó a oírse detrás de ella.
Los árboles estaban cantando.
Cuando el abuelo se enteró de lo que iba a suceder, el mundo de la joven se vino abajo. Fue cuando todo cambió.
El anciano había recibido una notificación para que acudiera a la ciudad. En ella se explicaba que por la localización de las tierras y la demanda social, el lugar donde él residía había sido considerado como atracción turística por orden del gobierno. Sería indemnizado con una cuantiosa suma de dinero que le permitirían vivir a él y a su nieta en un lugar igual de apacible cerca de la playa o si lo preferían, en un apartamento en plena capital. Se le adjuntaba en la carta el proyecto que se iba a desarrollar en el terreno. Lo que en principio iba a ser una atracción para los turistas, era sólo una opción, pues si los estudios geológicos que se estaban realizando confirmaban la presencia de petróleo en la zona, se instalaría una planta petrolífera en el lago a largo plazo. Se le adjuntaban también diversos folletos y trípticos sobre el progreso humano y como el petróleo mejoraba día a día las exigencias de la sociedad, permitiéndonos vivir en un mundo mejor.
El abuelo arrugó las hojas de papel. La joven observó a su abuelo encolerizado, al que le costó mucho tranquilizar. Él juró que nadie les sacaría de sus tierras, pero las cartas que exigían su presencia en la ciudad continuaron, cada semana sin falta, hasta que un día, recibió la visita de dos hombres que con modales poco ortodoxos le explicaron que tras no acudir a sus citaciones, se habían visto obligados a ir hasta allí. La demora de tantos meses y la preparación inminente de las obras, les obligaba a él y a su nieta a desalojar el lugar en el plazo de un mes. El dinero había sido ingresado ya directamente en su banco habitual donde gestionaba sus pequeños gastos para subsistir.
Casi los echó de sus tierras del lago a patadas, pero su destino estaba escrito. Si no se iban, les echarían. Y así fue. Un mes más tarde, un grupo de hombres les transportó hasta un hotel de la ciudad. Les habían proporcionado una casita en la playa de la costa oeste del país a la que llevarían todas las pertenencias que se hallasen en la casita del lago. Podrían trasladarse en unos días.
Aquella noche el anciano ingresaría en el hospital de urgencia. Y nunca más saldría.
La mujer, absorta en sus recuerdos, recorriendo toda su juventud, se adentró de nuevo en la espesura de los árboles. Ahora caminaba decidida, con un rumbo fijo. Ascendía con agilidad, sorprendida de ello, quizás por esa melodía que procedía de algún lugar del bosque o quizás de todos. Esa música que tantas veces había oído en la niñez y que tanto había echado de menos en la gran ciudad. Se apoyaba en las ramas y en las raíces para seguir avanzando en la subida. La melodía se oía más intensamente a cada paso. Una necesidad imperiosa la dominaba y la incitaba a caminar con más rapidez. Respiraba entrecortadamente, presa de la excitación y el nerviosismo. Los árboles parecían ayudarla en su ascenso. Mujer y hayas fusionadas en un único propósito. Las ramas parecían moverse a voluntad, inclinándose o ascendiendo para que las manos arrugadas de la mujer tuvieran puntos de apoyo que facilitasen el trayecto.
Las lágrimas desaparecieron de su rostro y tras las facciones marcadas de su cara ahora se vislumbraba una sonrisa. Sintió que la energía fluía por todas las partes de su cuerpo, que regresaban los años de juventud, en una acelerada regresión al tiempo en que fue feliz y en él que era capaz de brincar y saltar de árbol en árbol.
El corazón desbocado y el temblor en sus manos no la impedían avanzar hacia aquello que en su interior se había despertado, tras años de letargo, como revelación, como llave para cerradura o como salida a la asfixiante agonía a la que se hallaba supeditada.
De pronto, llegó a la cima de la montaña. No se detuvo y fue entonces, con un movimiento rápido, cuando una rama surgió del entramado del bosque en su ayuda. Tropezando, cayó de bruces en la alfombra multicolor de hojas húmedas que la arrastró pendiente abajo, sin detenerse.
Cuando abrió los ojos, observó que se encontraba en un lugar que le resultaba familiar. Se levantó con torpeza y se quitó las hojas que cubrían su abrigo. Se hallaba en una especie de círculo delimitado por árboles de robustos y anchos troncos. En el centro del círculo, un árbol seco se alzaba ya sin vida en un espectral y desesperado deseo de resurrección. Aquel lugar le traía muchísimos recuerdos, el último de los cuales cogió desprevenida a su mente en aquel preciso instante.
No estaba permitida la entrada a nadie en el bosque. Las obras de acceso al parque que se abriría al público en pocos meses habían empezado hacía unos días. Sin embargo ella no podía marcharse sin despedirse.
Ascendieron la verja que habían instaurado en la entrada al bosque por la carretera de acceso y se adentraron en él. Cogidos de la mano, caminaban en silencio, entre los árboles. Ella oía aquella mágica melodía que tenía poder incluso para acallar el rumor del dolor producido por la muerte de su abuelo una semana antes en aquella sala de hospital.
El hombre de ojos verdes la rodeó con sus fuertes brazos por la cintura provocando en ella un abrumador sentimiento de protección.
Se desviaron a la derecha, pasando por el río que caía en cascada. Se sonrieron por los buenos ratos que habían pasado en el lugar. Entonces las miradas todavía lo decían todo. Descendieron hasta la casita de madera, donde instintivamente se detuvieron a mirarla. Luego pasaron de largo, paseando por la orilla del lago que dormitaba, oculto entre jirones de niebla que le conferían un aspecto lúgubre. Ascendieron por el otro lado de la ladera hasta la cima y de allí a la izquierda por un pequeño sendero que bajaba hasta un modesto valle circular rodeado de árboles. Allí, en el centro se alzaba un gran árbol en todo su esplendor. Se encaramaron a las ramas y subieron cada uno por un lado para confluir en una de las más grandes, donde se sentaban casi todas las tardes, cuando las tierras aún pertenecían a su abuelo. Allí permanecieron en silencio largo rato cogidos de la mano. La tristeza inundaba el corazón de la chica y aquello era la despedida de sus amigos más fieles, sus confidentes, los poseedores de sus más profundos secretos y emociones: los árboles. Sintió que ellos también se despedían con aquel cántico que sólo ella podía escuchar y parecía proceder del más bello coro de ángeles.
Las horas sucedieron y la mañana se desplazó hasta el atardecer. Descendieron del árbol bajo un cielo anaranjado, melancólico y miraron a su alrededor. Luego se hicieron dos fotografías con una cámara instantánea frente al árbol, para preservar el momento, para recordarlo siempre, a él y a todo el bosque. El hombre se las entregó. En el dorso de una de ellas escribió: “Siempre tuyo”.
La mujer con lágrimas en los ojos le miró. Luego se besaron apasionadamente durante largo rato frente a la mirada de las hayas. Sintió que aquel era el hombre de su vida, que le acompañaría por siempre.
Que equivocada estaba.
Los años habían pasado y las heridas no habían cicatrizado. La mujer había recorrido el camino hacia la inevitable vejez que se aproximaba día tras día. Ahora se hallaba en el mismo lugar donde muchos años antes se había despedido de su bosque, de su abuelo y sin saberlo del hombre que la hizo feliz. Nunca había sabido el porqué, y durante aquellos años de vida trivial trabajando en la ciudad se había hecho la misma pregunta noche tras noche en el apartamento donde vivía, en la soledad más absoluta. Pero nunca obtuvo la respuesta que buscaba y el joven de ojos verdes con quien tanto compartió, nunca volvió…
La mañana despuntaba y los rayos del sol se filtraban tras las cortinas cubiertas. Se desperezó y levantándose con las ojeras pronunciadas de siempre, tras no haber conciliado el sueño, se acercó a la ventana y observó la vida corriendo en la calle. La ciudad se había despertado también. Vehículos y gente se desplazaban hacia sus destinos, absortos en la acelerada contrarreloj a la que nunca se había acostumbrado.
Tras una ducha fría que la reconfortó mínimamente, se vistió mientras la cafetera humeaba. Se ciñó el traje gris a su delgado pero aún esbelto cuerpo tras el paso de los años y se sirvió una taza. Luego bajó los siete pisos en el ascensor y salió a la burbujeante calle. Unas gafas de sol cubrieron sus ojos azules y a paso ligero se encaminó hacia la agencia de viajes en la que trabajaba desde hacía varios años.
Descendió las escaleras de la boca del metro. Había una gran cola para comprar el billete rutinario. Hurgaba en su bolso cuando se acercaba al dispensador de tickets. Fue entonces cuando le vio.
El pelo se le había aclarado y las canas hacían ya más que acto de presencia. La tez se le había endurecido, pero sus ojos verdes conservaban el mismo brillo de quince años atrás. Por un momento se quedó paralizada. El tiempo parecía desplazarse lentamente y creyó revivir toda su juventud. Juventud que había compartido con aquel hombre.
Volvió a la realidad cuando un joven la instó a que avanzara en la fila. De pronto corrió desesperada, empujando a los que tenía delante, mientras se colaba por la fila buscando a aquel hombre que había pagado su billete y se dirigía hacia el andén. Los que allí se hallaban se quejaban a su paso. Pero ella sólo centraba su atención en aquel fantasma del pasado que se había cruzado de nuevo en su vida y que por alguna razón tenía que seguir.
Tras pagar su billete llegó al andén justo a tiempo de ver como el hombre se metía en un vagón. Corrió con exasperación entrando por la misma compuerta que él. Segundos después esta se cerró y el tren se puso en marcha.
Miró a su alrededor buscando ansiosamente al hombre. Lo encontró sentado en uno de los asientos del fondo. Este, que miraba por la ventana, se giró hacia ella y sus miradas se encontraron. Ella creyó que la había reconocido y sonrió tragando saliva, pero al momento este desvió la mirada de nuevo hacia la ventana. Ella se contuvo con inmensa y desgarradora tristeza. Se sentó compungida en uno de los asientos laterales donde miraba de reojo al hombre que tantas veces había ocupado su mente con preguntas que no hallaban respuesta posible ¿Dónde estaba? ¿Por qué se había marchado? ¿A caso no la quería?
En una de las paradas anunciadas el hombre se levantó y tras detenerse el tren salió por la puerta corredera. La mujer le siguió por el andén, escaleras hacia la superficie. Avanzaron por una plaza y luego por una gran avenida, manteniendo siempre la distancia para que el recién aparecido no notase su presencia. Cruzaron por una calle paralela y de allí a otra más estrecha. Entonces el hombre se detuvo en una pequeña y bonita casa con jardín.
En la entrada, una mujer con un niño en brazos salió a recibirle con un efusivo beso mientras el pequeño no paraba de repetir una palabra, presa de la excitación por la llegada de aquel hombre.
¡Papá!
Ahora entendía realmente porqué motivo había vuelto a aquel lugar. Un lugar que la abarrotaba de recuerdos y la mayoría de ellos estaban embadurnados de melancolía y tristeza. Los días felices habían quedado ya muy atrás. Durante un tiempo quedaron retenidos en su memoria, muy presentes y ella luchaba día a día por aferrarse a ellos, era (amargo era pensarlo) lo único que la quedaba.
Los años fueron pasando y su fuerza disminuyó (la poca que le quedaba tras la muerte de su abuelo). Los recuerdos buenos seguían ahí, pero ya no ocupando su mente como imágenes vivas de lo que habían sido y ya no eran. Ahora se hallaban todos en uno de esos almacenes donde cada recuerdo está guardado en cajas. Ni si quiera se dignaba a coger la escalera para buscar y revivir alguno de aquellos que se hallaban en las más altas estanterías de la memoria.
Al final, cuando, se resignó a que el destino diese un vuelco a su vida y la recompensase por todo el sufrimiento que había tenido que soportar, el almacén mental donde guardaba toda su vida era difuso y a veces, difícil de encontrar. Sin darse cuenta, creyendo que en cualquier momento todo cambiaría y la suerte le tocaría en la espalda tras cruzar la calle o doblar cualquier esquina, comprendió el gran error de su vida. Nada iba a suceder, nadie iba a cambiar las cosas que habían pasado. Sólo ella tenía la oportunidad de modificar, mejorar o rehacer lo que estaba por venir. Sólo ella podía perdonarse a sí misma.
Había perdido su vida, esperando.
Y lo comprendió el día en que le vio. La necesidad imperiosa de seguirle no sólo se debía a saber que había sucedido con él. Quería respuestas a su abandono e inconscientemente, en el fondo de su grisáceo corazón, la esperanza de una segunda felicidad. De un segundo verano, de una segunda casa de madera a orillas del lago, un segundo bosque, un segundo trepar al árbol más alto, un segundo rayos del sol por la ventana, humo de café matutino, besos interminables. Una segunda infancia. Una nueva vida.
Pero el niño había dicho “Papá”.
Y si en aquel tiempo aún le quedaba esperanza, ahora se había esfumado. Mirando a aquel hombre con él que tanto compartió, mirando a aquella familia, se dio cuenta de todo lo que se había perdido por no querer renunciar, y aun cuando perdió toda esperanza, no supo mirar al mundo con el corazón abierto. Sintió lástima de sí misma, rabia por haber perdido los mejores años de su vida (pues ahora comprendía que su infancia no había tenido porque ser la mejor época) y envidia de aquella familia que ella no había tenido el valor de formar o por lo menos de intentar.
Por ello había vuelto al lugar donde todo empezó. Los recuerdos la habían asaltado de nuevo, pero ya no de la misma forma con la que la sorprendían en las noches oscuras, iluminadas tan sólo por la lámpara de la salita de su piso urbano. Ahora era diferente. Había llorado, pero era la última vez que lo hacía. Se había redimido.
El bosque se hallaba en silencio. El viento fresco se levantó moviendo las hojas de las ramas. Una melodía se alzaba desde el corazón del bosque y fluía por los árboles, pero esta no era como la música celestial que otras veces se pudo oír. Esta era una canción triste. Una canción de adiós.
El último cántico.
La única persona que la podría haber escuchado ya había cerrado la puerta del Jeep y conducía por una carretera desconocida, sin rumbo fijo y con un futuro incierto, lleno de dudas e inseguridades. Pero la mujer sonreía, por primera vez desde hacía mucho tiempo, porque si de algo estaba segura, era de que ya no volvería a escuchar el cántico de las hayas.
Atrás queda el bosque. Sus altas copas se recortan contra un cielo moribundo. El ocaso se anuncia con tonos rojos y anaranjados, confiriéndole a las hayas un brillo mágico. El viento ulula, transportando los resquicios de la canción del pasado. Reverbera en todo el valle y se pierde en los confines de las montañas, más allá del lago. Un enorme árbol que en otro tiempo se había alzado majestuoso, perdió todo el color, toda su fuerza y su magia. El adiós para siempre es insoportable para alguno de aquellos viejos amigos del hada. Un hada que al fin había echado a volar, en busca de otro bosque donde empezar de nuevo. Un lugar donde los árboles entonen otra melodía. Una muy distinta. Una más bonita y alegre para que el hada pueda brillar y sonreír.
Pero este es el último cántico de las hayas y el último adiós a su hada. Bajo la hojarasca yacen dos fotografías de figuras borrosas e indistinguibles. Un golpe de aire las levanta, bailando con el viento, perdiéndose en el tiempo.
19-08-10